Cómo morderle la cabeza al bloqueo creativo
El demente bosque de ideas y otras pesadillas que alimentan el arte
Me desperté con un dolor de cabeza que parecía un concierto desafinado de trompetas. Eran las siete de la mañana, y el mundo, como de costumbre, no tenía la cortesía de esperar a que yo decidiera ser feliz. La cafetera hacía ruidos extraños, como si estuviera conspirando con mis musas en huelga. Me acerqué al espejo y me encontré con mi peor pesadilla: la mirada de quien lleva demasiados días sin crear nada digno de ver la luz. El bloqueo creativo no distingue entre genios y simples mortales; nos ataca cuando le apetece y sin previo aviso.
Pero antes de contarles mi fabuloso método para derrotar a este villano interno —al que llamo, con mucho cariño, “El Páramo Gris”—, déjenme retroceder dos días, cuando mi gato decidió que mi paleta de óleos era el lugar perfecto para revolcarse. Aquel caos de colores en su pelaje fue lo más artístico que se había producido en mi estudio durante toda la semana. Empecé a sospechar que, quizás, la inspiración se había mudado a casa del vecino. Ese vecino que siempre hace manualidades cutres pero que, oye, al menos hace algo.
Hablando de vecinos con talento dudoso: consulté mil foros en línea (y un par de libros en la biblioteca local) sobre cómo recobrar la chispa creadora. Porque, sí, está claro que cuando estás bloqueado uno hace lo que sea para encontrar respuestas, aunque sea escuchar a Youtubers que te hablan de “alinear tus chakras con la musa interior” mientras bebes un té de jengibre con menta. De hecho, lo probé. Solo conseguí ardor de estómago y una visión borrosa de lo que se supone que era mi aura.
El enemigo con pinceles
Dicen que Michelangelo pasaba horas mirando el mármol antes de empezar a esculpir. Lo escrutaba, como quien busca un mensaje secreto. En mis ratos libres —cuando no me autoflagelo por la incapacidad de crear— me gusta pensar que el mármol debía responderle con palabras de consuelo o maldiciones. No sé, preferiría la segunda opción, me parece más poético. El caso es que, según un estudio que encontré hurgando en Internet (en una página que juntaba neurociencia y arte, con un diseño bastante feo, dicho sea de paso), el cerebro creativo se alimenta de contrastes. ¿Contrastes? Genial.
¿Entonces es buena idea mezclar mi desaliento crónico con la sobredosis de café? Sí. Aunque, pensándolo bien, eso solo añade un temblor digno de un sismógrafo cada vez que intento trazar una línea recta.
No importa: a veces, uno necesita ese temblor. El arte surge del desequilibrio, o eso me digo para justificar mi pulso inestable.
Hace tres meses, consideré seriamente abandonar la pintura y dedicarme a dar paseos en bicicleta. ¿Por qué? Porque pintaba exactamente lo mismo una y otra vez: retratos con expresiones mustias, bodegones con manzanas que parecían haber sufrido una depresión colectiva. Todo se sentía repetitivo, como si mi cerebro hubiera entrado en un bucle de imágenes muertas.
Sin embargo, hubo un momento epifánico: me topé con un viejo diario donde describía, con puro entusiasmo infantil, mi primera experiencia pintando con acuarelas. “Hoy descubrí que el agua y el color se aman y se odian a la vez”, había escrito a los doce años. Esa frase me retumbó en la cabeza. Ahí había una especie de metáfora vital: el agua (flujo, cambio, incertidumbre) y el color (la pigmentación concreta, la idea que uno pretende fijar). Dos fuerzas que se funden o se repelen. De pronto, sentí un cosquilleo. ¿Era el regreso de la inspiración o el hormigueo previo a un derrame? Quise pensar que era inspiración, por supuesto.
Así que no vendí mis pinceles. Y la bici… bueno, digamos que sigo sin ella.
El bloqueo creativo se come tus sueños y tu cena
Quisiera decir que todo fue fácil a partir de ese reencuentro con mi inocente entusiasmo adolescente, pero estaría mintiendo. El bloqueo regresó a incordiarme poco después, como un mosquito en medio de la noche que te zumba en la oreja y te roba el sueño. Empecé a leer sobre la importancia de la disciplina y las rutinas: que si te levantas temprano a escribir o pintar sin pensar, que si recorres el barrio en busca de estímulos, que si escuchas música barroca a todo volumen para reactivar el hemisferio derecho.
Probé de todo. Hubo días en los que me desperté a las cinco de la mañana para enfrentar el lienzo en blanco, convencido de que “El que madruga, Dios le ayuda”, aunque a mí solo me ayudó a tener unas ojeras dignas de un oso panda. Hubo otros en que salí a pasear con mi cuaderno de bocetos, esperando que el canto de los pájaros me susurrara ideas brillantes. Más bien me dedicaba a perseguir palomas, intentando dibujarlas en pleno vuelo, con resultados lamentables. Y en alguna ocasión, me enfrasqué en horas de música barroca… para terminar haciendo garabatos que parecían diseñados por un chimpancé con resaca.
Una noche, soñé con un pincel gigante que me hablaba con voz de locutor de radio. Me decía: “La inspiración no es una invitada de lujo, es una polizón que tienes que esconder en tu barco”. Desperté confuso, pero anoté la frase en mi libreta de sueños raros. Por la tarde, mientras bebía un café solo (sin azúcar, porque la amargura va acorde a mi estado creativo), pensé: ¿qué pasa si la inspiración no llega como un visitante sagrado que te inunda de luz? ¿Y si es más bien algo que tú mismo secuestras y obligas a trabajar, casi contra su voluntad?
Entré a Google y busqué “técnicas para burlar el bloqueo creativo”. Encontré referencias a Julia Cameron y sus famosas “páginas matutinas”, y no voy a mentir: me sonó a journaling ñoño. Pero lo intenté. Me senté frente al cuaderno y vomité mis pensamientos más desordenados. Palabras sin sentido, quejas contra el sistema, algunas confesiones inconfesables (todavía me arrepiento un poco). Al terminar, me sentía un poco más liviano. Y eso, aunque no me convirtió en un Da Vinci de inmediato, me mostró que la clave estaba en soltarse, en experimentar.
Personificando al bloqueo
A veces imagino al bloqueo creativo como una criatura verde y pegajosa que se sienta en mi hombro y me susurra: “Tu arte es basura. ¿Para qué sigues intentándolo?” Entonces, mi otro hombro —el que me queda libre— trata de recordarme que todo genio fue un mero mortal que aprendió a convivir con sus inseguridades. Pienso en Frida Kahlo, Van Gogh o Leonora Carrington, y me digo que también sufrieron, que la duda y el dolor fueron su pan de cada día. Y, a pesar de ello, crearon universos enteros. Se rebelaron contra esa voz que intenta aplastarte.
En algún portal especializado en psicología encontré un término interesante: “flujo” (propuesto por Mihály Csíkszentmihályi, un psicólogo que, con semejante apellido, ya denota que se enfrentó a retos desde el nacimiento). El “flujo” es ese estado mental en el que el artista se sumerge de tal forma que el tiempo se disuelve y solo existe la actividad creativa. Alcanzarlo requiere práctica, pasión y la capacidad de ignorar las críticas internas. ¿Cómo se ignoran? Haciendo oídos sordos y siguiendo, contra viento y marea, la pincelada tras pincelada… hasta que la vocecita maligna se canse y se vaya de paseo.
Hace un par de semanas, me invitaron a un evento de arte experimental en un taller clandestino (bueno, así le llaman, en realidad era un garaje abandonado). Había un tipo recubierto de arcilla, gritando cosas sobre la liberación del subconsciente mientras una luz estroboscópica tintineaba en la esquina. No entendí casi nada, pero me di cuenta de algo crucial: el arte no siempre necesita lógica. Es un lenguaje propio, a veces desconcertante. Salí de allí con la convicción de que, si ese señor podía gritar envuelto en arcilla y considerarlo arte, yo también podía regresar a mis lienzos y permitir que fluyera mi propio caos.
Al día siguiente, me senté ante un bastidor y empecé a pintar. Sin plan, sin boceto previo, sin preocuparme por el resultado final. No fue la obra maestra del siglo, pero sentí una ráfaga de energía, como si la vida me devolviera la capacidad de juego. Y eso, créanme, valió más que cualquier crítica positiva o medalla dorada.
Un par de ideas de Internet que sí funcionaron
No todas las ideas que uno encuentra navegando por la red son basura espiritual. Algunas, he de admitirlo, resultaron útiles:
Crear un ambiente distinto: Cambiar la disposición del espacio, poner música que jamás escucharías, pintar en un formato nuevo (¿qué tal un cartón gigante?). Sacudir lo establecido para ver si el cerebro se digna a encenderse.
Collage mental: Juntar imágenes inspiradoras, recortes de revistas, frases aleatorias. Es como alimentar una olla de sopa con ingredientes al azar. El resultado puede ser una porquería incomible o la mejor receta de tu vida.
Limitar el tiempo de creación: La presión a veces es aliada. Colocarte un cronómetro de 20 minutos y obligarte a realizar algo, sin censura. Lo que salga, salió. Este método lo recomiendan varios mentores creativos y me lo confirmó una tal “Art Lover 666” en un foro de pintores que juran que se inspiran meditando con velas negras.
El día que vi a un cuervo en el alféizar
Hoy por la mañana, un cuervo se posó en mi ventana. Tenía esa mirada escalofriante, como si supiera todos mis secretos. De pronto, sentí que el cuervo era mi bloqueo creativo hecho ave. Se quedó ahí, mirándome, juzgándome en silencio. Tomé la cámara y le saqué una foto. Juro que, cuando fui a revisarla, la imagen no mostraba al cuervo sino a la ventana vacía. Un fallo técnico, supongo, o quizás un presagio surrealista.
Me puse a pintar su silueta de memoria, intentando capturar esa sensación de inquietud que me dejó. Y con cada pincelada, la sensación de bloqueo disminuía, sustituida por la fascinación de estar creando algo que, por fin, me provocaba cosquillas en la nuca. Sentí el fuego del arte regresando, aunque fuera a cuentagotas.
Consejos finales, o algo así
Si eres de esos que necesita una lista simplona, aquí te la dejo:
- Acepta la frustración: El bloqueo es parte del proceso, no es un obstáculo externo. Hazte su amigo… o su secuestrador, tú decides.
- Juega, aunque suene infantil: Prueba técnicas nuevas, mezcla materiales, pon música horrible y pinta con los pies. Lo absurdo a veces abre puertas.
- Rescata tu niño interior: Sí, suena cursi, pero lo que sentías de niño al dibujar garabatos libres es la chispa que muchas veces perdemos de adultos.
- Investiga y roba (pero con elegancia): Mira lo que hacen otros artistas, toma ideas, mézclalas con las tuyas. “Nada se crea, todo se transforma”, dijo Lavoisier. Bueno, era químico, pero igual aplica.
- Abraza el caos: No todo arte tiene que ser un Caravaggio. A veces lo mejor es manchar, garabatear, romper y volver a pegar.
- Habla de tu proceso: Conversar con otros creativos, compartir tus miserias y victorias, puede encender una chispa que no sabías que te hacía falta.
A estas alturas, si has leído hasta aquí, mereces un aplauso por tu paciencia. Porque sí, a veces despotricar sobre el bloqueo creativo se parece a gritarle al cielo esperando que llueva café. Pero permíteme recordarte algo que encontré en un libro polvoriento sobre la vida de Van Gogh: el tipo pintó más de 900 cuadros en diez años. Uno por cada cuatro días, aproximadamente. Y en muchas ocasiones, se sentía miserable, incomprendido, ahogado en la oscuridad de su mente. Sin embargo, pintaba. Y pintaba. Y pintaba.
Ese es quizá el secreto menos secreto de todos: el bloqueo se supera haciendo, no pensando. Claro, las técnicas ayudan, la meditación puede servir, incluso encender una vela negra si te hace sentir místico. Pero, en última instancia, hay que ensuciarse las manos con pintura, carboncillo o tinta. Hay que resbalar en el fango de la incertidumbre, y cuando el pincel se te caiga y todo parezca un asco, vuelves a levantarlo. Porque un artista nace de la práctica, del error, del trazo inseguro que con el tiempo se consolida.
Todavía me pregunto si el cuervo era real o una alucinación causada por el insomnio. Quizá un día pinte su retrato en un lienzo enorme y lo exhiba en una galería cualquiera. Un crítico pomposo se acercará y dirá: “Veo en esta ave un símbolo de la melancolía posmoderna”. Y yo probablemente me reiré por dentro, pensando en aquella mañana donde el bloqueo se asomó por mi ventana en forma de pájaro.
La moraleja, si es que hay una, es que el arte se alimenta de nuestras sombras, pero también de nuestras ganas de reír en su cara. Cuando el Páramo Gris nos aprisione, lo mejor que podemos hacer es cantar, pintar, bailar con él. Porque rendirnos es mucho peor. Y quién sabe, a lo mejor en ese forcejeo con la nada descubrimos un nuevo color, un matiz indescriptible que hace vibrar el corazón y nos recuerda por qué seguimos aquí, con un pincel en la mano y la locura a cuestas.
Así que adelante, ríete del bloqueo y pídele que te invite a cenar. Quizá sea el comienzo de una extraña amistad que, al final, te devuelva a la cima de tu montaña creativa. O te deje una colección de anécdotas para contar en tu próximo blog corrosivo. En cualquiera de los dos casos, habrás ganado la batalla —aunque sea por hoy— y habrás llenado de tinta o de pintura ese lienzo en blanco que tanto temor te daba. Y eso, amigo mío, ya es un triunfo de proporciones épicas.