Un chapuzón de luz y pinceladas

Supongamos que un día decides ir a la playa. No a una de esas llenas de toallas pegadas como cromos y niños con pistolas de agua, sino a una playa del norte, asturiana, con un mar que parece tener más problemas de los que puedes resolver en una tarde. Llevas el bocadillo, la toalla y las ganas de escuchar olas. Pero entonces llega Sorolla con su caballete, sus tubos de pintura y, como quien no quiere la cosa, te roba la escena y la inmortaliza. Y tú, que hasta entonces te creías un testigo especial del Atlántico, pasas a ser ese extra en una película rodada por el Spielberg de la luz.

Joaquín Sorolla, a quien podría describirse como “el tipo que miró al sol de frente y decidió pintarlo”, nos regala en ‘Mar y rocas de San Esteban, Asturias’ (1903) una pieza que huele a salitre, grita a golpe de espuma y, por si fuera poco, también sabe a melancolía. Si has visto alguna vez el Cantábrico en un mal día (que, siendo sinceros, son casi todos), ya sabes que este mar no se anda con chiquitas. Pues aquí lo tienes: olas que parecen enfadadas porque alguien no les dio el café por la mañana y rocas que aguantan el chaparrón como abuelos estoicos en un banco de plaza.

Una paleta tan viva que pide un salvavidas

Sorolla era un mago de la luz, sí, pero también del color. En este lienzo, el azul del mar no es un azul cualquiera; es un azul que pasa del navy de capitán de barco al turquesa de «hola, soy una postal del Caribe». Y luego está el blanco: no el blanco virginal, no; aquí es blanco rebelde, espuma que se estrella contra todo como si estuviera entrenando para un concurso de karate.

Y entre tanta ola histérica, ahí están las rocas, esas santas patronas de la paciencia. Sorolla las pinta con un verde casi venenoso, como si escondieran algún misterio lovecraftiano, pero también con una solidez que grita: “aquí seguimos desde los tiempos de los dinosaurios, majete”.

El artista que pintaba más rápido que tu café en microondas

Dicen las malas lenguas (y también las buenas) que Sorolla pintaba a velocidad de rayo. Podía hacer un cuadro en una tarde, como quien se dedica a hornear galletas. Pero claro, no eran galletas. Eran maravillas que, además de capturar la luz con una precisión digna de Instagram (sin filtros, obvio), también contaban historias. En este caso, la historia del Cantábrico: bello, cruel y siempre impredecible, como un personaje secundario de Game of Thrones.

Mientras los franceses se peleaban con el impresionismo y Van Gogh decía eso de «ya si eso me corto la oreja», Sorolla decidía que, oye, España también merecía un poco de sol pintado. Pero no cualquier sol: el sol que rebotaba en el agua, que jugaba con las nubes y que convertía hasta la más triste roca en una obra de arte.

Una lección de humildad y pintura

Si alguna vez has intentado pintar algo parecido al mar, ya sabrás lo difícil que es. Pintar una ola es como intentar meter un pulpo en una maleta pequeña: algo se te va a salir por los lados. Pero Sorolla lo hace fácil, como si hubiera nacido con el pincel en una mano y el Mediterráneo en la otra. Aquí no hay artificios; no hay dramas forzados. Solo la naturaleza, Sorolla y tú. Y si te fijas bien, el cuadro te mira y te susurra: «Nunca me vas a igualar, pero puedes intentarlo, artista».

Conclusión: Sorolla, el influencer de la naturaleza

En tiempos donde todo el mundo se empeña en sacarle fotos al mar para Instagram con hashtags como #SeaVibes y #OceanMood, Sorolla ya lo había hecho todo y mejor. Este cuadro es su forma de decirnos que el Cantábrico no necesita filtros, que las rocas tienen personalidad propia y que, aunque las olas sigan llegando y estrellándose, alguien en 1903 ya las vio con otros ojos.

Así que, la próxima vez que te quejes de que no te sale bien la foto del mar, recuerda a Sorolla, siéntate en las rocas y admira. Al fin y al cabo, la naturaleza no compite; inspira. Y Sorolla, querido lector, la pintó mejor que nadie.

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