Retratos de reyes: el Photoshop barroco que nunca fallaba

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero en el caso de los retratos de reyes, lo que realmente valía era la cantidad de oro que el monarca estaba dispuesto a pagar para parecer menos humano y más divino. Desde el Renacimiento hasta el Barroco, los retratos reales fueron el equivalente a contratar un fotógrafo de Instagram con habilidades sobrenaturales en retoque. Porque, seamos sinceros, ningún monarca quería que su papada doble o su ligera (o no tan ligera) obesidad trascendieran al óleo.  

En una época en la que las masas no podían googlear “cómo es realmente el rey Felipe IV”, los retratos eran la herramienta perfecta para construir una imagen pública impecable. Los monarcas entendieron antes que nadie que la percepción lo es todo. Y para ello, contrataron a los mejores pintores, que no solo eran artistas, sino también los primeros community managers de la historia.  

Estos maestros del pincel no tenían Adobe Photoshop, pero tenían algo mucho mejor: talento, ingenio y la habilidad de pintar lo que no estaba allí. Una nariz demasiado prominente podía convertirse en un rasgo noble. Un vientre regordete se disimulaba con una postura majestuosa. Y la piel, oh, la piel… siempre tersa, luminosa, sin el más mínimo rastro de viruela (aunque en la realidad estuviera más marcada que un mapa topográfico).  

Carlos II: el reto imposible

Pocos ejemplos ilustran mejor esta práctica que los retratos de Carlos II de España, conocido cariñosamente como “El Hechizado”. Carlos fue, sin duda, uno de los retos más grandes para los pintores de su época. El pobre hombre era el producto de generaciones de endogamia Habsburgo, con un físico y una salud que no ayudaban demasiado a la causa propagandística.  

Sin embargo, sus retratos lo presentan como una figura solemne, casi estoica. Ahí está, con su mandíbula inconfundible y su melena cuidadosamente arreglada, luciendo como un monarca que está completamente al mando. Lo que no ves en esos cuadros es que Carlos apenas podía caminar sin ayuda, hablaba con dificultad y pasaba buena parte del tiempo lidiando con enfermedades misteriosas.  

El Photoshop barroco hizo lo que pudo con Carlos II, pero incluso los mejores pintores tenían sus límites.  

Luis XIV: el maestro del branding  

Si hubo un rey que entendió el poder del retrato como herramienta de propaganda, ese fue Luis XIV, el Rey Sol. Luis no solo quería ser retratado como un monarca; quería ser retratado como el monarca. Los retratos del Rey Sol son un despliegue de opulencia y megalomanía que haría sonrojar a cualquier influencer moderno.  

En sus cuadros, Luis XIV es siempre joven, siempre esbelto, siempre poderoso. El hecho de que probablemente se pasara buena parte del día ajustándose la peluca o lidiando con las incomodidades de los calzones de terciopelo no aparece por ninguna parte. En cambio, lo vemos como un dios en la tierra, rodeado de símbolos de poder y gloria. Es el equivalente del filtro “belleza divina” de las redes sociales, pero en versión óleo y con mucho más dramatismo.  

Velázquez y el arte de la sutileza

Por supuesto, no todos los pintores eran tan descarados en su retoque. Velázquez, por ejemplo, tenía una habilidad casi milagrosa para equilibrar la idealización con la honestidad. En los retratos de Felipe IV, Velázquez logra que el rey parezca imponente y digno, pero sin esconder del todo sus imperfecciones.  

Es como si Velázquez estuviera diciéndonos: “Mira, sé que este hombre no es perfecto, pero ¿quién lo es? Hagámoslo lo suficientemente atractivo para que lo respetes, pero no tanto como para que sospeches que esto es propaganda”. Es una lección de sutileza que muchos artistas (y editores de revistas) podrían aprender hoy en día.  

Retratos como armas políticas  

Más allá de alimentar egos, los retratos reales también tenían una función política. Eran el equivalente visual de una declaración de poder. Si un monarca podía permitirse a un pintor famoso y un retrato gigantesco, eso enviaba un mensaje claro: “Soy rico, poderoso y suficientemente importante como para contratar al mejor artista de la época para inmortalizar mi cara”.  

Pero también eran herramientas de diplomacia. ¿Cuántas veces se enviaron retratos a otros reinos para negociar matrimonios o alianzas? Esos cuadros eran Tinder para aristócratas: un swipe a la derecha podía significar una alianza estratégica; un swipe a la izquierda, la guerra.  

Por supuesto, esos retratos eran siempre engañosos. Ningún pintor se atrevía a plasmar la realidad. Si el príncipe tenía una joroba o la princesa un ojo perezoso, no importaba. En el lienzo, todos eran dignos, hermosos y perfectamente casaderos. Lo que sucedía después de la boda, bueno, ese ya no era problema del pintor.  

El legado del Photoshop barroco  

Hoy, los retratos reales nos parecen curiosidades históricas, pero su influencia sigue viva. La obsesión por controlar la imagen pública no ha desaparecido; simplemente ha evolucionado. Los retratos pintados a mano han sido reemplazados por campañas cuidadosamente orquestadas, fotos retocadas y videos editados.  

El rey que antes posaba con su mejor armadura para parecer invencible ahora viste trajes de marca y usa discursos perfectamente ensayados. Pero la idea sigue siendo la misma: mostrar al público lo que quieren ver, no lo que realmente hay.  

Los retratos de reyes no son solo arte. Son el primer ejemplo claro de cómo la imagen puede ser manipulada para servir a una narrativa. En ellos vemos no solo a los monarcas, sino también a nosotros mismos: nuestra eterna necesidad de proyectar una imagen perfecta, de ocultar nuestras imperfecciones detrás de un barniz de idealización.  

Porque, al final, los reyes no eran tan diferentes de nosotros. También querían verse bien en sus fotos. Solo que, en su caso, esas “fotos” eran óleos monumentales y el filtro lo aplicaba un pintor que sabía que su cabeza dependía de hacer que el monarca luciera divino.

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