Por qué sigo comprando pinceles si no sé usarlos

El embrujo de los mangos coloridos

Dicen que todo empieza con una chispa de entusiasmo. A mí me explotó directamente en la cara: un día me vi contemplando unas acuarelas a medio secar y un pincel exhausto, tan torcido como mi ego maltrecho. Ahí surgió la pregunta que me atormenta cada vez que entro a la tienda de arte con cara de descubridor: por qué sigo comprando pinceles si no sé usarlos.

La primera vez que agarré uno creí que con un par de brochazos cubriría el lienzo de belleza. Estaba convencido de que el pincel, por el mero hecho de ser pincel, traería consigo el secreto de la genialidad. Luego comprendí que no basta con acercarlo a la pintura y menear la mano como si estuvieras espantando moscas. Sin embargo, algo me impulsó a seguir acumulándolos. Esa fascinación enfermiza por los mangos brillantes, las cerdas suaves y el aroma a madera barnizada me empuja a llevarlos a casa, aunque terminan en un rincón, mirándome con resignación.

A veces me pregunto si un pincel puede juzgar a su dueño. Imagino a mis brochas en plena medianoche, cuchicheando entre ellas: “Este tipo no sabe lo que hace, pero míralo, nos ha dado un hogar. Al menos tiene buen gusto para elegirnos”. Y es que tal vez esto no sea un síntoma de locura, sino un grito de esperanza: un día, me repetiré, un día sabré cómo usarlos.

Por qué sigo comprando pinceles si no sé usarlos y me sumerjo en laberintos de culpa

Suele suceder un fenómeno extraño en el pasillo de los materiales de arte: las brochas parecen susurrar promesas de grandeza. No hay lógica que pueda detener mis manos cuando veo esos paquetes con cerdas de distintos grosores. Me encantaría gritar que me urge al menos uno de cada tamaño, para “estar preparado”. ¡Ja! La verdad es que mi preparación es pura ficción, como mi técnica.

Pero sigo ahí, con la cesta llena, sintiendo un hormigueo que me recorre la espalda. Pago, y entonces llega la euforia. Imagino mi futuro atelier: lienzos impecables, pinceles organizados por orden cromático, un café humeante sobre la mesa, y yo creando algo tan sublime que conmueva a las piedras. Luego despierto. Mi realidad es que, al llegar a casa, encuentro la mesita llena de manchas de gouache y un pincel maltrecho pegado al suelo con acrílico reseco.

Uno se pregunta si esta insistencia en acumular pinceles está relacionada con un anhelo oculto de ser “alguien que pinta”. Como si, rodeándome de herramientas, pudiera obtener legitimidad artística. Quizás la culpa viene por admitir que no tengo idea de cómo lograr que esos pelos finísimos de la brocha se deslicen con gracia sobre el lienzo. Entonces compro otro, y otro, esperando que alguno sea el santo grial que, por sí solo, haga la magia.

La primera vez que el pincel me miró con reproche

Hay un instante que nunca olvido: tenía trece años y usaba un pincel prestado. Quise imitar un cuadro famoso—ni recuerdo cuál—y el resultado fue un borrón de colores imposibles, como si un unicornio hubiera estornudado sobre el papel. El pincel, exhausto, parecía rogarme que parara. Ahí me di cuenta de que existía una relación íntima entre la herramienta y el artista: si no la cuidas, se te rebelará.

Años después, cuando volví a pintar por capricho, me encontré con un ejército de pinceles en todas las gamas, desde cerdas naturales hasta sintéticas, atiborrados en un tarro. Me miraban con algo parecido a la esperanza. Y yo, con mi obsesión de comprarlos, seguía sin aprender a controlarlos. Porque esto no va solo de técnica; a veces, es un asunto de voluntad.

La conspiración de las cerdas y el susurro del materialismo

Los pinceles tienen un algo que los hace objetos de deseo. Quiero creer que es pura fascinación artística, pero tengo una sospecha: es el marketing. Que si “hechos a mano en Alemania”, que si “cerdas de marta kolinsky”, que si “mango ergonómico para pinceladas fluidas”. Y yo, con la inocencia de un niño frente al escaparate, escucho cada promesa y me la creo toda. Me gustaría decir que sé exactamente en qué momento caerán sobre mi lienzo, pero a menudo quedan relegados al olvido, sustituidos por otros aún más prometedores.

Es como cuando coleccionas marcadores de colores: sabes que con dos o tres te valdría, pero terminas acumulando cincuenta tonalidades diferentes, convencido de que cada una te dará una vibración distinta en la obra. Sin embargo, mi obra sigue en esbozo. Y aun así, vuelvo a caer: un pincel redondo para detalles, otro plano para fondos, uno tipo abanico para texturas, otro de punta fina para delinear… y así hasta que mi cartuchera parece un zoológico de cerdas.

A veces prefiero pensar que es una conspiración de los fabricantes de pinceles para engancharnos al placer de la compra. Saben muy bien que hay miles de artistas frustrados, de aficionados que necesitan la ilusión de “algo nuevo” para creer que mejorarán. Y, claro, nosotros caemos. Yo caigo.

El ritual de limpieza que nunca cumplo

Después de pintar—o mejor dicho, de mis torpes intentos—uno debe limpiar los pinceles con sumo cuidado. Con agua tibia o disolvente adecuado, nunca con jabones agresivos, y dejando secar las cerdas al aire. Eso dice la teoría. Yo, en cambio, me olvido de ellos. Hasta que un día descubro en el fregadero un amasijo pegajoso que antes era mi brocha favorita. He llegado a pensar que el auténtico propósito de mi compra compulsiva es suplir aquellos pinceles que se fueron a la tumba antes de tiempo por pura negligencia mía.

Existen productos especiales para revivirlos, pero reconozco que solo me acuerdo de esa posibilidad cuando ya es demasiado tarde. “Uno menos”, me digo. “Tendré que comprar otro”. Y vuelta a empezar el ciclo interminable.

Qué busco detrás de tantos pinceles (y jamás encuentro)

He intentado analizar este vicio con métodos científicos: la observación, la introspección y el recuento de gastos. Y algo surgió como una epifanía: cada pincel nuevo es una inversión en la persona que quiero ser. Quiero ser alguien que pinta con soltura, que no teme al lienzo en blanco, que es capaz de dibujar una línea fina sin temblar. Pero la realidad me recuerda que, a menudo, soy solo alguien que cree que con la herramienta adecuada todo será más sencillo.

Cuando compro ese pincel carísimo de fibra natural, juro que al usarlo alcanzaré una precisión milagrosa. Iluso. Al final lo uso una vez, fracaso estrepitosamente y me convenzo de que “este no era el adecuado”. Así que compro otro. Me pasa también con las pinturas y con los lienzos, pero el pincel es mi talón de Aquiles, mi eterna tentación.

El día que pinté una línea recta

Hubo un momento en que creí ver un rayo de luz: logré pintar una línea recta a la primera. Fue un acontecimiento tan raro que lo celebré con un suspiro de alivio. “¡Por fin!”, me dije, “valió la pena mi inversión en pinceles”. Un segundo después, la pintura se corrió y manchó todo. Pero ese instante, aunque efímero, me inyectó el combustible para seguir intentándolo.

A veces lo interpreto como una metáfora de la vida. Puedes tener mil pinceles, pero si no sabes usarlos, puede que no consigas tu objetivo. Aunque siempre existirá ese breve destello que te hará creer que lo lograrás en la siguiente pincelada.

El lienzo arrinconado que me persigue en sueños

Hay un lienzo grande, enorme, que compré con la idea de crear una obra magistral. Lo tengo apoyado contra la pared, como un testigo silencioso de mi cobardía. A veces me acerco, pincel en mano, le susurro algo en plan: “Esta vez sí, te juro que ahora sí va en serio”. El lienzo se mantiene imperturbable, blanco y desafiante. Casi siento que me susurra: “¿Con qué pincel piensas enfrentarme?”.

Y ahí empiezo el desfile. Saco uno tras otro, pruebo la elasticidad de las cerdas, la firmeza del mango. Ninguno me convence. Quizás debería comprar uno más adecuado, más especializado, con un agarre ergonómico y un nombre en francés que suene sofisticado. Entonces, en vez de pintar, salgo a mirar catálogos de arte o busco reseñas de pinceles en internet.

Esa danza se repite. Y el lienzo sigue en su esquina, sin una sola gota de pintura.

Cuando el pincel es más que un objeto

He leído en algunos manuales de pintura que el pincel no es simplemente una herramienta, sino una extensión del artista, casi como un dedo extra con el que ejecutas tu visión. Pienso que, en mi caso, se ha convertido también en un espejo de mis miedos: miedo a equivocarme, miedo a no ser lo suficientemente bueno, miedo a descubrir que la pintura no es lo mío.

Pero tal vez, entre tantas compras, haya un camino de crecimiento personal: cada pincel que adquiero me acerca un poco más a descubrir no solo cómo pintar, sino cómo vivir con esas expectativas gigantes que a veces me superan. Quizás me aferro a ellos porque, en el fondo, representan la posibilidad latente de un talento esperando florecer.


Llegado a este punto, podría confesar que no sé si algún día dejaré de comprar pinceles. Tal vez, en el fondo, ya he asumido que mi compulsión es parte del proceso. He acumulado pinceles como otros acumulan libros que jamás leen o instrumentos que no tocan. Y, sin embargo, sigo sintiendo esa punzada de emoción cada vez que entro a una tienda de materiales.

¿Es un problema sin solución o una fuente inagotable de oportunidades? Cada uno interpretará el dilema a su manera. Puede que, en el futuro, descubra la forma adecuada de usarlos, o tal vez aprenda que la pasión no siempre requiere maestría. Y aunque mis paredes sigan pidiendo clemencia, prefiero vivir con el recuerdo de aquellos pinceles que, en algún momento, me regalaron un atisbo de magia, aun si fueron apenas tres pinceladas correctas entre un mar de manchas imprecisas.

Por ahora, mientras contemplo mi cubilete lleno de brochas y paletinas, prefiero pensar que la respuesta a por qué sigo comprando pinceles si no sé usarlos tiene algo que ver con la esperanza. Es el mismo impulso que te hace creer que, en cualquier instante, ocurrirá un milagro: tu mano dejará de temblar y el color fluirá con naturalidad, como si toda la vida hubieras sabido pintar. Hasta entonces, soy feliz en mi pequeño caos de pinceles sin estrenar, lienzos en blanco y sueños que se resisten a desvanecerse.

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