¿Por qué nos estremece el expresionismo?

Había una vez un cuadro que me miró feo. Lo juro. Estaba en un museo de esos en los que hasta el café es caro y sabe a barniz, cuando me encontré con un lienzo que parecía gritarme: «¡Tu vida es una mentira!». Y lo peor es que lo creí. Era un paisaje urbano con colores imposibles, edificios torcidos como si estuvieran haciendo yoga y un cielo que parecía pintado con los dedos de un niño tras una sobredosis de azúcar. Ése fue el día que entendí que el expresionismo no es un estilo; es una agresión emocional con licencia para matar.

El expresionismo no tiene modales. No pide permiso ni perdón. Es como ese amigo que siempre dice lo que piensa en el peor momento posible: «Oye, ese color de camisa te hace parecer un semáforo deprimido». Pero, ¿no es eso lo que amamos de él? En un mundo donde Instagram nos promete filtros que suavizan la realidad y nos hacen parecer modelos (o androides), el expresionismo llega con su brochazo grosero para recordarnos que la vida, amigos míos, es un caos de café derramado y zapatos desparejados.

Para los expresionistas, la belleza no era una meta; era un estorbo. Querían pintar cómo se sentía estar vivo, y eso, a menudo, no es bonito. Escribieron su manifiesto con pinceladas que parecen gritos, como si cada cuadro fuera una terapia grupal donde nadie respetó el turno de hablar. ¿Qué mejor ejemplo que El Grito de Munch? Esa icónica expresión de angustia existencial que todos hemos sentido cuando abrimos la nevera y no hay cerveza. O peor: hay cerveza, pero es sin alcohol.

En el fondo, el expresionismo es el primo rebelde del arte clásico. Mientras los renacentistas decían: «Mira qué simétrico es este retrato; hasta las narices tienen narices», los expresionistas gritaban: «¿Simetría? ¿Eso se come?». Ellos preferían pintar cómo se siente la paranoia un lunes por la mañana, o el eco de una discusión que nunca debiste empezar.

Por supuesto, hay quienes dicen que el expresionismo es un fraude. Que cualquiera puede salpicar pintura y llamarlo arte. A esos les recomiendo una actividad muy sencilla: intenten crear algo que capture el éxtasis, la desesperación o el café quemado de la oficina en un lunes lluvioso. Verán que no es tan fácil como parece. Al menos los expresionistas tenían el valor de ser feos con intención.

El verdadero secreto del expresionismo, creo yo, es que nos libera. Nos da permiso para ser desastrosos, imperfectos, emocionales. En un mundo que nos pide filtros, nos da brochazos. Es un recordatorio de que el arte, como la vida, no tiene que ser bonito para ser verdadero.

Así que la próxima vez que un cuadro expresionista te haga sentir como si un tren te hubiera pasado por encima, agradéceselo. Porque, aunque te haya dejado emocionalmente destrozado, también te ha dejado más humano. O, al menos, más preparado para enfrentar ese café que sabe a barniz.

El expresionismo es como un abrazo torpe y sudoroso: incomoda, pero también reconforta. Quizá no sea el arte que cuelgues sobre el sofá, pero definitivamente es el que te recordará que estar vivo es un desmadre maravilloso. Y ¿acaso hay algo más sublime que eso?

¿Por qué nos estremece el expresionismo? Porque nos obliga a mirar aquello que evitamos. No es bonito. No es fácil. Pero es real. Nos recuerda que bajo todas nuestras capas de maquillaje y sonrisas falsas, también somos un caos que lucha por encontrar sentido. Y quizá esa es la lección más aterradora del expresionismo: no está gritando por nosotros. Está gritando con nosotros. Y ese grito, aunque duele, también nos hace sentir vivos.

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