Entrevista exclusiva (y ficticia) con Paul Gauguin: «La vida, el arte y por qué nunca fui bueno para las cuentas»
El otro día, mientras investigaba entre cachivaches viejos —la clase de objetos que llevan más polvo que la biblioteca secreta de algún abad medieval— me topé con algo insólito: un lienzo con supuesta firma de Paul Gauguin. Sin certificado ni nada, pero en un mundo donde influencers recomiendan jugos detox con sabor a césped recién cortado, la autenticidad es una anécdota menor. Tomé el hallazgo como excusa para entrevistarlo. Sí, entrevisté a un fantasma. ¿Mi cordura? Desaparecida, como un botón en la lavadora. Pero, ¡adelante! Si aceptamos el NFT de un plátano pegado a la pared, ¿por qué no una charla con un pintor postimpresionista desde el más allá?
El encuentro con Paul Gauguin
Pregunta (P): Maestro Gauguin, bienvenido a esta era de pantallas táctiles, políticos con carisma de lechuga hervida y arte convertido en meme. ¿Cómo se siente regresar, aunque sea en versión imaginaria?
Paul Gauguin (G): Me siento como si hubiera regresado a una fiesta donde la orquesta dejó de tocar y ahora todos bailan siguiendo las instrucciones de una tostadora con WiFi. No sé si admirar su capacidad de invención o llorar por el pobre lienzo, que ahora debe competir con filtros de realidad aumentada.
P: Hablemos de arte contemporáneo. Hoy en día, un plátano pegado a la pared con cinta adhesiva se cotiza más alto que algunas obras clásicas. ¿Qué opina de estas “intervenciones”?
G: ¡Mon Dieu! Si Van Gogh viera eso, se cortaría la otra oreja y la mandaría por correo a Duchamp. Ahora el arte parece un chiste interno de unos pocos: “Te vendo esta nada por millones, ¡ja, ja!”. Que conste, no critico el ingenio, sino que al final el plátano se vuelve el protagonista y el lienzo… una excusa. Eso sí, más nutritivo que la mayoría de discursos electorales, eso seguro.
P: Hablando de discursos. Esta era tecnológica está dominada por redes sociales donde la atención dura menos que un suspiro. ¿Cree que hoy habría hueco para su paleta de colores en TikTok?
G: Imagino mis pinceles bailando coreografías virales, mientras las pinceladas se fusionan con efectos de “perrito con orejas gigantes”. Es como servirme un buen vino tinto en un vaso de plástico. Seguramente tendría que pintar en cinco segundos, con la música de fondo de una flauta desafinada, para que alguien se moleste en dar un “like”. En mi época, al menos el público fingía entender. Ahora, ni eso.
P: Muchos lo llaman un pionero del arte moderno. ¿Qué opina?
G: Es gracioso. En mi época me llamaban loco, arrogante, o peor, «un aficionado». Pero claro, ¡muérete y de repente eres un visionario! Si hubiese sabido que esto era la clave, habría hecho menos cuadros y más testamentos.
P: También era conocido por su filosofía de vida, ¿cierto?
G: Absolutamente. Mi filosofía era sencilla: ¿quieres entender la vida? Renuncia a todo y vete lejos. ¿Quieres arruinar tu vida? Haz exactamente lo mismo pero lleva un caballete contigo.
P: ¿Qué pensaría si hoy su obra estuviera en Instagram?
¿Instagram? Si hubiese tenido Instagram en Tahití, habría sido un influencer antes de Picasso. ¡Imagínese! “Aquí estoy yo, con mi lienzo y mis pies descalzos, creando historia mientras me como un mango.” Pero, ¿sabe qué? Me preocupa que hoy en día la gente solo mire, pero no vea.
P: Hablemos de política, maestro. Si le propusiéramos pintar a ciertos líderes actuales, ¿cómo los representaría?
G: Haría un collage surrealista: presidentes montados en drones, reyes conversando con chatbots, y burócratas firmando decretos en emojis. Al fondo, Shakespeare bailando con Churchill en una fiesta de disfraces mientras Instagram transmite en directo. La política de hoy es un show donde las promesas van y vienen tan rápido que ni un pintor ultrasónico podría capturarlas.
P: Algunos críticos dicen que el arte se ha vuelto un accesorio de salón, un membrete para millonarios aburridos. ¿Coincide con esta visión?
G: A veces siento que el arte es ahora el “fidget spinner” de la élite cultural. Lo compran, lo giran, lo exhiben, y al final lo olvidan en un cajón junto a sus otras colecciones absurdas. Antes, la creación artística era un grito, una búsqueda de sentido. Ahora es un selfie con buenos filtros. Pero, ojo, no todo es malo: sigue habiendo gente pintando por pasión, sólo que a veces cuesta escucharlos por el estruendo del mercado.
P: Hablemos de Tahití, maestro. ¿No cree que su visión romántica de las islas y las culturas no occidentales se usó como excusa exótica?
G: ¡Claro! En mi época me fui a la “Polinesia” esperando escapar de la absurda Europa. Ahora, la gente se va a retiros de yoga en la montaña y sube fotos al Instagram diciendo que han “encontrado su centro”. Es lo mismo, pero con WiFi. La gente sigue buscando el paraíso, solo que ahora lo confunde con el hotspot más cercano. ¿Era exotismo romántico lo mío? Un poco, lo admito. Pero bueno, ¡al menos no vendía cursos online para meditar con cocos!
P: Si pudiera dejarle un consejo a los artistas contemporáneos, ¿cuál sería?
G: Que sigan creando, a pesar de la precariedad, a pesar de que la gente prefiera videos de gatos tocando el piano. Que no se rindan ante el “like” fácil. Y que no intenten ser como yo. Ni se vayan a islas exóticas pensando que se convertirán en genios. Lo más probable es que terminen pintando cocos y comiendo arroz. Pero sobre todo, no busquen la fama, porque si llega, no podrán disfrutarla. Pintar es un acto de locura hermosa, y la belleza está en hacerlo, no en mostrarlo.
La entrevista termina difuminándose como un pigmento barato al sol, y me quedo pensando: ¿He hablado con Gauguin o con mi propia culpa posmoderna? Tal vez me inventé esta charla para evitar mirar mi reflejo en la pantalla del móvil. Yo, el periodista, ¿qué pinto aquí? Diría que soy un mero intermediario que busca clicks, vistas y comentarios. Irónico, ¿no? Critico el circo mientras reparto folletos en la entrada. En fin, si la cordura fuera un pincel, seguramente la colgaríamos en el Marketplace digital a ver quién la compra. Y así es el arte hoy: un chiste del que todos reímos, temiendo quedarnos fuera de la broma. ¡Voilá!