Un espejo convexo y demasiado lujo: reflexiones sobre El matrimonio Arnolfini

Jan van Eyck era un genio, pero también un bromista, y El matrimonio Arnolfini es la prueba más palpable. A primera vista, parece un retrato clásico de una pareja medieval que, tras un exitoso maratón de compras, decidió inmortalizarse con todas sus posesiones. Pero basta detenerse unos minutos frente a esta tabla para que las dudas comiencen a surgir como las burbujas de un champán caro: ¿por qué ella parece embarazada si no lo está? ¿Quién tuvo la osadía de poner un perro tan pequeño y dramático en una obra de arte? Y, sobre todo, ¿por qué un espejo convexo termina siendo el verdadero protagonista?


La historia de este cuadro no es solo un desfile de objetos lujosos ni un documento matrimonial; es una cápsula del tiempo que encapsula los excesos de una época, la obsesión por las apariencias y un sentido del humor artístico que siglos después sigue siendo motivo de debate.


El espejo, los zapatos y el perro: una oda al exceso medieval


En un rincón oscuro de la National Gallery de Londres, El matrimonio Arnolfini nos observa, pero también se ríe de nosotros. Y lo hace desde el reflejo deformado de ese famoso espejo convexo que parece decir: “Creías que entenderías este cuadro en diez minutos, ¿verdad?”.
El espejo, con sus diez escenas de la Pasión de Cristo y su reflejo de dos testigos (uno de ellos, probablemente el propio van Eyck), se lleva todo el protagonismo. Pero, ¿por qué detenernos ahí? También hay zuecos abandonados en el suelo, como si la pareja estuviera en plena sesión de yoga matrimonial antes de que el pintor llegara. Según los historiadores, los zapatos simbolizan el suelo sagrado del hogar, pero yo no descarto que simplemente se los quitaran porque hacer esta pose hierática durante horas debía ser un suplicio.


Y luego está el perro, pequeño, peludo y no muy simpático. Los expertos aseguran que representa la fidelidad, pero a mí me recuerda a esos accesorios que hoy aparecen en Instagram junto a una taza de café perfectamente colocada. Si el perro de Arnolfini viviera hoy, sin duda tendría una cuenta en redes sociales.


¿Ceremonia secreta o un escaparate de lujo medieval?


Durante años se creyó que este cuadro retrataba un matrimonio celebrado en secreto, como si fuera el “Las Vegas” de su época. Pero las teorías modernas desmienten esto: parece más un acto de vanidad burguesa que un compromiso espiritual. Giovanni Arnolfini no estaba firmando un pacto eterno con su esposa; estaba firmando su entrada en la historia como un magnate bien vestido y dueño de todas las cosas brillantes que podían comprarse en el siglo XV.


El cuadro está cargado de simbolismo, claro: naranjas que gritan “somos ricos” porque venían del Mediterráneo, una lámpara con una sola vela (¿amor eterno o cortes de luz?), un vestido verde que no es embarazo sino moda exagerada. Es como si Van Eyck hubiera hecho un catálogo de lujo medieval para que generaciones futuras dijeran: “¡Wow, qué opulentos eran los Arnolfini!”.


Pero el detalle más intrigante es la postura de la pareja. Él levanta la mano en un gesto que, según los expertos, representa autoridad y compromiso. Ella, mientras tanto, recoge su voluminoso vestido con la misma gracia con la que alguien sostiene la bolsa de la compra. ¿Es un acto de sumisión? ¿Una muestra de fertilidad? ¿O simplemente un reflejo de que la ropa de alta costura siempre ha sido incómoda?


Al final, El matrimonio Arnolfini es un lienzo cargado de preguntas y pocos acuerdos. ¿Es un documento matrimonial, una escena cotidiana o simplemente un alarde de riqueza? Tal vez sea las tres cosas a la vez. Lo único seguro es que, siglos después, seguimos tratando de descifrar lo que Van Eyck quiso decirnos… y probablemente era algo tan simple como: “Miren qué bien pinto”.
El matrimonio Arnolfini no es solo un cuadro; es un espectáculo. Es una obra que nos invita a mirar de cerca, a perdernos en sus detalles y a reírnos de la solemnidad con la que a veces intentamos descifrarlo. Quizás esa era la verdadera intención de Van Eyck: recordarnos que incluso en medio de la opulencia, siempre hay espacio para un poco de humor.


Así que la próxima vez que lo veas, no busques respuestas definitivas. Disfruta del perro que parece más un actor secundario que un símbolo, del espejo que se roba la escena y de las naranjas que, quién lo diría, también tienen su papel protagónico en la historia del arte. Porque si algo nos enseña este cuadro es que a veces el arte no necesita explicación; solo necesita hacernos mirar un poco más de cerca.

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