Grandes fracasos del arte: cuando los críticos adoraron algo que tú no colgarías ni en el baño

Dicen que el arte es subjetivo, que lo que para unos es basura, para otros es un tesoro incalculable. Claro, lo que nadie dice es que a veces ese “tesoro” cuesta millones, ocupa un lugar de honor en un museo y sigue pareciendo algo que podrías haber hecho en un mal día con acuarelas escolares. Pero la historia del arte está llena de estas pequeñas traiciones a la estética, esas obras que los críticos adoran mientras el resto de nosotros nos preguntamos si nos están tomando el pelo.

La paradoja del genio incomprendido

Todo comienza con una anécdota tan repetida que ya parece una leyenda urbana: un niño de cinco años dibuja unos garabatos en un lienzo. Alguien lo encuentra y lo lleva a una galería. De repente, esos garabatos se convierten en “una brillante exploración de la inocencia perdida” y venden por más de lo que vale un coche deportivo. ¿La moraleja? La percepción lo es todo, y en el arte contemporáneo, la percepción la dicta quien tiene la labia más convincente.

Claro que este fenómeno no es exclusivo de nuestro tiempo. El arte siempre ha tenido un espacio reservado para el emperador desnudo, ese cuadro o escultura que solo se sostiene gracias al eco ensordecedor de los aplausos ajenos.

Caso 1: “Black Square” de Kazimir Malévich

Vamos directo al grano: “Black Square” es, literalmente, un cuadrado negro pintado sobre un fondo blanco. Según Malévich, representa la culminación de la supremacía de la forma pura, la desconexión total de la realidad objetiva. Según cualquiera con sentido común, es algo que podrías hacer tú mismo con un bote de pintura negra y diez minutos de tiempo libre.

La ironía aquí es casi poética. Malévich, al querer trascender todo lo figurativo, acabó pintando un cuadro que grita «fin de las ideas». Pero no te preocupes, los críticos han pasado décadas llenando ese vacío con interpretaciones tan pretenciosas como inverosímiles. Es como si el cuadro los hubiera hechizado para encontrar profundidad en un abismo que no existe.

Caso 2: “Fountain” de Marcel Duchamp

El urinario más famoso de la historia del arte. “Fountain”, de Marcel Duchamp, fue presentado en 1917 como un ready-made: un objeto cotidiano elevado al estatus de arte por el simple acto de colocarlo en un museo. Duchamp, en su infinita astucia, no solo logró que un urinario se convirtiera en un ícono cultural, sino que también abrió la puerta a la pregunta que desde entonces acecha al arte contemporáneo: ¿es esto una broma?

Lo curioso es que la respuesta, en este caso, es probablemente sí. Duchamp era un maestro del sarcasmo, y “Fountain” era su manera de reírse en la cara del mundo del arte. El problema es que la broma se salió de control, y ahora el urinario es tratado con la reverencia que se reserva a la Mona Lisa. Como si hubiera pasado de ser un simple sanitario a un cáliz sagrado en manos del Vaticano artístico.

Caso 3: “The Physical Impossibility of Death in the Mind of Someone Living” de Damien Hirst

O, como lo conocen sus amigos, “El tiburón en formaldehído”. Damien Hirst logró lo impensable: tomar un tiburón muerto, meterlo en un tanque lleno de químicos y venderlo por millones. Los críticos lo describieron como “un reflejo visceral de nuestra mortalidad” (porque todo lo que incluye la palabra “mortalidad” automáticamente suena profundo).

Claro, si somos honestos, el tiburón se convirtió más en un espectáculo que en una obra de arte. Es como el equivalente cultural de un truco de feria, algo que miras por curiosidad más que por admiración. Si el arte figurativo invita a la contemplación, el tiburón de Hirst parece susurrarte: “sácame una foto y sigue tu camino”.

¿Por qué seguimos cayendo en esto?

La respuesta es sencilla: el arte no es solo creación, también es narrativa. Las obras más polémicas siempre vienen acompañadas de una historia fascinante, una explicación que les otorga un aura de importancia. Es como un guiso mal hecho pero servido en un plato de porcelana: te dicen que es un manjar y terminas creyéndolo, aunque cada bocado sepa a decepción.

El problema es que hemos delegado el criterio a un puñado de expertos que, muchas veces, parecen competir por quién puede inventar la metáfora más absurda. Un cuadrado negro deja de ser un cuadrado negro si lo llamas “el grito de la modernidad contra la dictadura de la forma.” Pero lo llamativo no siempre es lo valioso.

El arte en su versión más absurda

A veces, me imagino al arte abstracto y conceptual como un vendedor de coches usados: siempre intenta convencerte de que lo que estás viendo es mejor de lo que parece. El cuadro más aburrido se convierte en “minimalismo”. La instalación más absurda es “una crítica al sistema”. Y la escultura más incomprensible es “una representación de la fragilidad humana”.

Es como si el arte nos hubiera ganado el juego psicológico. No queremos parecer ignorantes, así que asentimos, decimos “oh, qué interesante” y seguimos con nuestras vidas. Pero en el fondo, sabemos que algo no cuadra.


El arte no siempre tiene que gustarte. A veces, te desafía, te incomoda o incluso te cabrea. Y eso está bien. Pero cuando una obra necesita una novela para explicarse o te deja pensando que podrías haberla hecho tú mismo en una tarde de domingo, es hora de preguntarse si estamos aplaudiendo por convicción o por inercia.

Así que la próxima vez que veas un cuadrado negro o un tiburón en un tanque, no tengas miedo de preguntar en voz alta: ¿esto realmente es arte? Y si nadie sabe qué responderte, tal vez ya tengas la respuesta.

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