Exposición de aguafortistas: historias esculpidas con hierro y ternura
Visiones urbanas y paisajes silenciosos que subvierten la rutina
Nunca pensé que un día nublado y lleno de sueño acabaría llevándome hasta la exposición de aguafortistas en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Quería un café fuerte y un rato de silencio, pero terminé topándome con una montaña de grabados que, de alguna forma, despertaron en mí un cúmulo de emociones encontradas. Al principio no entendía nada. Sentía que caminaba por un laberinto de placas de cobre y tórculos centenarios, mientras mi mente se debatía entre salir corriendo o dejarme atrapar por el olor a barniz.
Decidí quedarme. Y vaya si me quedé. Estas líneas surgen de ese cautiverio inesperado, un secuestro creativo que me hizo abrir los ojos a una forma de arte que siempre creí cosa de eruditos con lentes pequeñas y manos llenas de tinta negra. Qué ingenuidad la mía.
El principio era el hambre (y la búsqueda de sentido)
Todo empezó aquella mañana cuando mi plan consistía en merodear por el centro de Madrid en busca de cualquier cosa capaz de entretener la mente. Al salir del metro, me topé con un cartel que anunciaba la exposición de aguafortistas. Miré el reloj: las agujas marcaban el mismo tic-tac de todos los días, pero algo en ese póster captó mi atención. Tal vez fuera el nombre de Mariano Fortuny, un apellido que me evocaba lugares exóticos, o quizás la palabra “aguafuerte,” que siempre me había sonado a algún brebaje peligroso de alquimista medieval.
Decidí acercarme. Tenía tiempo y un ligero temor a la monotonía. Al cruzar el umbral, el guarda de seguridad me miró con esa mezcla de resignación y cortesía mecánica tan propia de los museos. Esa mirada que dice: “Otro curioso más que viene a ver si entiende algo.” Pagué la entrada conjunta para visitar el Museo y la Calcografía Nacional, maravillándome ante la posibilidad de un dos por uno en cultura. Me entregaron un folleto con letras diminutas y, sin previo aviso, me sumergí en un mundo de placas metálicas, grabadores legendarios y un pasado impregnado de ácido nítrico.
*Imagen destacada: Carlos de Haes – Paisaje holandés
El embrujo de la exposición de aguafortistas
Una vez dentro, sentí un hormigueo. Tal vez fuera la calefacción o el perfume a papel húmedo. Lo cierto es que me desorienté. Empecé a vagar entre las obras de Carlos de Haes, Mariano Fortuny Marsal y su hijo Mariano Fortuny Madrazo, intentando descifrar en cada aguafuerte la huella de una época. Me detuve frente a un paisaje holandés que me pareció sacado de un sueño brumoso. Oscilaba entre la admiración y la risa nerviosa. ¿Cómo entender este arte sin manual de instrucciones?
Mientras recorría los corredores, me sentí como un viajero en el tiempo. El folleto contaba cómo, en la segunda mitad del siglo XIX, la litografía, la xilografía y la fotografía empezaron a destronar la hegemonía del grabado académico en talla dulce. Qué cosas. Me imaginé a los antiguos maestros protestando por la inminente modernidad. Surgió el aguafuerte interpretativo, con Bartolomé Maura y Ricardo de los Ríos tratando de adaptar pinceladas a la placa metálica. Pensé en la valentía de querer recrear manchas de color en la monocromía de un grabado, un desafío a la foto y a la paciencia del espectador.
De pronto, me asaltó un recuerdo personal: en mis días de escuela, me pidieron dibujar un bodegón. El profesor me insistía en la técnica y el detalle. Yo, sin embargo, lo llené de borrones. Tal vez, sin saberlo, aspiraba a hacer un aguafuerte interpretativo. Suspiré. Me pregunté si Ricardo de los Ríos también habría sufrido críticas similares en sus inicios.
La exposición de aguafortistas y los seres que la habitan
En una sala contigua, encontré la sección dedicada a Carlos de Haes y a sus discípulos Agustín Lhardy, Juan Espina y Tomás Campuzano. Unos paisajes de aire casi místico, como si el viento quedara atrapado en cada línea grabada. Había allí un rastro de humedad, de bruma de otro siglo. Me hizo pensar en paseos solitarios por orillas llenas de juncos, en tardes eternas donde el único ruido es el del agua agitada contra las piedras. A esas alturas, yo ya dudaba si seguir de pie o sentarme en una de las esquinas para absorber la atmósfera.
Las imágenes de la España negra de José Gutiérrez Solana me sacudieron un poco. El catálogo hablaba de la influencia del 98, de ese pesimismo que impregna los rincones. El trazo reflejaba personajes sombríos y suburbios olvidados. Algo en mí se sintió identificado con esa penumbra: la ciudad, la rutina, la vida a veces sin horizonte. Y allí estaba Solana para recordarme que, a veces, la tristeza ajena puede servir de espejo.
Los Fortuny: padre e hijo, dos raros en el paisaje
Entre tanta placa envejecida, descubrí que Mariano Fortuny Marsal apenas realizó 35 aguafuertes. Un artista veloz, casi fugaz, cuya obra conservada por la Calcografía Nacional forma parte del tesoro de esta exposición de aguafortistas. Su hijo, Mariano Fortuny Madrazo, siguió el mismo sendero de experimentación y libertad. Me conmovió la idea de un legado que pasa de padre a hijo, compartiendo la pasión por el ácido y la tinta.
Recordé, con una pizca de nostalgia, a mi propio padre enseñándome a dibujar bocetos de rostros en papel reciclado. No era un gran artista, pero hubo ternura en esos momentos. Me pregunté si en casa de los Fortuny se respiraba ese olor a barniz y a aventura constante. Probablemente sí, y más de uno habrá salido de allí con las yemas de los dedos manchadas de tinta.
Mientras vagaba por los pasillos, escuché a alguien murmurar que había leído un artículo de 1910 escrito por Ricardo Baroja titulado “Cómo se graba un aguafuerte.” Me pareció un título más cercano a un manual de supervivencia que a un texto artístico. Me imaginé a Baroja, con su aire bohemio, explicando que, tras embadurnar la plancha con barniz y jugar con el ácido, te adentrabas en un mundo de sombras y claridades imposibles.
De pronto, algo en mi interior dio un salto. Me sentí dentro de un relato de la Generación del 98, en una España que a ratos apesta a melancolía y, en otros, se ilusiona con renacer de sus cenizas. La exposición estaba tan llena de matices que noté un nudo en la garganta: esa sensación agridulce de quien se descubre cómplice de un tiempo que no vivió, pero que lo acecha en cada trazo.
El poso que deja la exposición de aguafortistas
Antes de salir, quise revisitar algunas obras. Hice un pequeño recuento mental de lo visto: paisajes nublados, escenas urbanas cargadas de misterio, retratos punzantes. Sentí que me llevaba un pedazo de cada artista pegado a la suela de mis zapatos.
Había algo casi cinematográfico en la manera en que estos grabadores, hace más de cien años, plasmaban el mundo que les rodeaba. Me vino a la mente la teoría del paisaje de Haes, la valentía de Campuzano, la poesía encubierta de Lhardy y el desasosiego grabado en la línea de Solana. Aquel desfile de nombres me resultaba tan familiar como extraño.
Un final tan incierto como mis pasos
Salí del recinto con la entrada arrugada en el bolsillo y la cabeza en ebullición. Fuera, la gente corría hacia sitios desconocidos, incapaz de notar que en una sala relativamente pequeña se estaba rindiendo un homenaje tremendo al aguafuerte. El mundo seguía girando sin darse cuenta de que durante un par de horas me había sumergido en una dimensión paralela, guiado por estampas de un pasado que se niega a envejecer.
Aún me pregunto qué fue lo que más me marcó de mi paseo por la exposición de aguafortistas. Quizá esa especie de complicidad con los artistas, la certeza de que, detrás de cada línea, hay una historia que se opone al olvido. O tal vez sea la fragilidad de la técnica: un simple descuido con el ácido puede arruinar horas de trabajo. De alguna manera, me vi reflejado en esa posibilidad de error continuo, en ese riesgo de que cualquier movimiento torpe arrase con algo valioso.
En definitiva, la aventura nació de un acto banal —buscar un café— y terminó en un encuentro con sombras y luces de otro siglo. A veces, el arte atrapa sin avisar, y uno solo puede dejarse llevar. Dicen que la muestra estará abierta hasta el 18 de mayo de 2025, y no descarto volver. Tal vez otro día nublado, con el estómago vacío y la mente en blanco, para reencontrarme con esas planchas venerables y, por qué no, con la ironía que yace en cada trazo.