Vincent Van Gogh Autorretrato

Entrevista exclusiva (y ficticia) con Vincent Van Gogh: «Pintaba porque la vida me dolía»

Aún con los nudillos manchados de pintura verde esmeralda, me encuentro en un café fantasmal, junto al canal de un Ámsterdam imposible. Aun no sé muy bien cómo he llegado aquí: el tren de mis sueños descarriló anoche, y al despertar, estaba sentado a una mesa con un hombre delgado, casi esculpido por el viento, con un vendaje en la oreja. Se presenta como Vincent Van Gogh. Lleva un sombrero de paja roído, con salpicaduras de óleo seco. Al parecer, el café se llama “El Lienzo Baldío”. Huele a trementina. Casi no hay clientes, tan solo la presencia silenciosa de un barman que, juro, se parece a un bodegón andante: gafas redondas, chaleco marrón, y una perenne mueca de aburrimiento incrustada en la cara.

He sacado mi libreta para anotar susurros de genialidad. Sin embargo, Vincent, con una sonrisa llena de ironía, dice que solo concederá la entrevista si soy capaz de preguntarle algo que jamás le hayan preguntado. “Difícil, claro está – me respondió, con los ojos entornados y un deje de cinismo–. Pero adelante, sorpréndeme”. Me encojo de hombros. Total, ya estoy aquí y huele a pintura y a misterio. Suena a plan para perder la cabeza o, al menos, un pedazo de ella.

–Vincent, gracias por acceder a esta entrevista tan inusual. He de confesar que me desperté aquí sin quererlo, y no sé si estoy en un sueño, en un cuadro o en un manicomio. ¿Podrías iluminarme con tu versión de los hechos?

–¿Versión de los hechos? Amigo, mi cabeza tiene más recovecos que el laberinto de Creta, y cada recoveco es un brochazo de luz. O de sombra, según mi ánimo. A mí me da la sensación de que existe una enorme contradicción en todo esto: cuando estaba vivo, nadie quiso hablar conmigo así, y ahora, supuestamente, todos quieren entrevistarme. ¿Te das cuenta de la ironía? Yo, que vivía aislado y casi en la miseria, ahora soy una especie de superestrella del pincel. Resulta gracioso… o trágico, según se mire.

Creo que tú te has colado en la misma fisura temporal que me ha traído a este café. No te engañes pensando que es normal: nada aquí lo es. Si me preguntas a mí, te diría que te relajes, pidas un café –aunque sepa a trementina– y disfrutes de la revelación de saber que estás al otro lado del espejo, un espejo turbio lleno de girasoles y demonios.

–Hablemos de demonios, entonces. Se dice que tenías una tormenta constante en la cabeza. Tu pintura, tu ansiedad, incluso el incidente de tu oreja. La gente tiende a buscar razones muy lógicas para algo que, supongo, es mucho más irracional. ¿Cómo lo ves tú?

–¿Demonios? Sí, supongo que todos los tenemos. Yo los tenía pintados en la nuca. A veces se disfrazaban de pinceles, otras de sombras en la pared. Me susurraban barbaridades. Me decían “Este color es muy oscuro, tu vida es un desastre, la luz te devora”. Al final, decidí que la única forma de callarlos era pintando más que ellos hablando. Fue un trueque desesperado, ¿sabes? Ellos me dejaban en paz un rato, y yo les daba una obra. Así terminé con tantas pinturas en tan pocos años. La gente cree que es pasión o vocación, cuando en realidad es un pacto con mis monstruos.

Respecto a la oreja… bueno, no es algo de lo que me guste hablar mucho. Pero supongo que ya lo he dicho todo antes: si quieres un titular morboso, te diré que había tanto ruido dentro de mí que necesitaba un silenciamiento radical. Ahora, con la oreja vendada, siento que escucho mejor mis pinceles, mis colores. Eso es lo verdaderamente irónico.

–Siento si toqué un tema delicado. Cambiando de registro: en el presente, tu obra se ha convertido en icono pop. La gente viste camisetas con tus cuadros, se tatúa tus girasoles, adora ‘La noche estrellada’ como si fuese un paisaje de su propia alma. ¿Cómo lo digieres?

–Con el mismo cinismo con que digeriría un café frío. No me malinterpretes: me halaga el aprecio universal. ¿Quién no querría que su obra fuese querida por la multitud? Pero es que el público es muy curioso. Cuando estaba vivo, vendí un solo cuadro, y gracias a mi hermano Theo. Me moría de hambre, me miraban como a un bicho raro. Ahora, sin embargo, mis cuadros valen cifras absurdas, aparecen en tazas, llaveros, pijamas. La gente conoce “al pintor loco que se cortó la oreja” pero apenas sabe que mi pintura fue un intento desesperado de atrapar la belleza efímera de la vida y la luz del sur de Francia.

Aun así, en el fondo me hace gracia. ¡Me convertí en un producto de consumo masivo! Fíjate: yo, el paria. Es otra de las bromas del destino.

–Hablemos de tu relación con otros artistas. Se rumorea que si hubieras coincidido con Picasso, habríais creado la mayor revolución visual de la historia. ¿Qué opinas de la famosa frase de Picasso que dice: “La pintura es más fuerte que yo; siempre consigue que haga lo que ella quiere”?

–Picasso y yo… vaya par hubiéramos formado. Aunque creo que hubiéramos terminado peleando, cada uno defendiendo su visión del mundo. O quizás no, quizás habríamos bebido absenta juntos mientras discutíamos sobre ángulos imposibles. Su frase me hace gracia porque describe perfectamente la fatalidad de la pintura. Es una amante que exige, manipula, te controla. Igual que la inspiración caprichosa, que se presenta cuando se le antoja y te obliga a manchar lienzos a medianoche. Picasso dio en el clavo. Lo que pasa es que nadie escapa a la pintura, si la llevas en la sangre, te atrapa como un remolino de girasoles.

–Ya que mencionas a los girasoles, es imposible no pensar en ti y ver inmediatamente la imagen de esas flores retorcidas en un jarrón. Para muchos, esos lienzos representan tu obsesión por la luz y la vitalidad. Para otros, son un símbolo de tu soledad y tu búsqueda de sentido. ¿Con cuál versión te quedas tú?

–Qué pregunta tan humana, eso de querer etiquetar las cosas. Mira, los girasoles son, por un lado, pura fuerza, rabia amarilla, fuego líquido. Por otro lado, son cabezas calvas, un ejército de flores secándose en un jarrón, con sus pétalos en agonía. Tienen un punto de belleza y un punto de tristeza, como todo en la vida. Así que sí, representan mi obsesión por la luz, pero también un testimonio de la fugacidad. Nada permanece. Todos nos marchitamos.

¿Sabías que pinté varios cuadros de girasoles porque no quedaba satisfecho con ninguno? Y en cada versión tenía la sensación de que la flor me hablaba, me susurraba: “No me veas como soy, veme como te gustaría que fuese”. Y ahí surge la tensión: intentar plasmar lo que ves o lo que imaginas, lo que sientes o lo que deseas. Al final, los girasoles se convirtieron en un compañero fiel. Ojalá la gente, más allá de la estética, sintiera ese conflicto que yo viví mientras los pintaba.

–Lo cierto es que tu conflicto existencial es uno de los aspectos que más fascina a quienes admiramos tu obra. Sin embargo, me pregunto: ¿cómo eran tus días en Arlés o en Saint-Rémy, cuando estabas rodeado de luz, de paisajes, pero también de voces interiores?

–Bipolares, supongo. Porque me despertaba y quería abrazar el sol. Me asomaba a la ventana, veía los campos, los tonos amarillos casi radiantes, y sentía ganas de comerme el mundo a pinceladas. Pero a media tarde, algo se rompía en mí, como un cristal. Las voces en mi cabeza empezaban a susurrarme, y todo se volvía un caos, una madeja de pensamientos horribles que me asfixiaba.

A veces, caminaba por el campo para calmarme. Me acostaba en la hierba y miraba el cielo. Veía esos remolinos azules, las nubes retorciéndose como algodón con pesadillas. Entonces, quería pintar el cielo, domarlo, hacerlo mío. Sentía la necesidad imperiosa de atrapar esas formas ondulantes, de darle nombre al caos. Otras veces me encerraba con mis pinceles y me maldecía por no ser capaz de reproducir la realidad tal cual la veía mi retina en llamas.

No me malinterpretes: había belleza en todo aquello, había pasión, pero también un abismo que se abría bajo mis pies a cada paso.

Vincent Van Gogh pintando girasoles / Paul Gauguin

–En estos tiempos modernos se habla mucho de salud mental, de terapias, de medicación. Me pregunto qué habrías hecho tú si hubieras tenido acceso a algún tipo de ayuda profesional.

–Quizás no hubiera pintado nada. Tal vez me habría tranquilizado lo suficiente para trabajar en una oficina, o me habría convertido en un contable gris que, en su tiempo libre, garabatea cositas sin importancia. Me habría arrepentido de tanta normalidad.

Ojo, no quiero romantizar la locura. Mi sufrimiento fue real y en ningún momento lo gocé. Pero es cierto que, en aquel tiempo, la intensidad de esas crisis también me impulsaba a buscar la belleza con desesperación. Eran como combustible nuclear para mi arte. Si me hubieran medicado, tal vez hubiese vivido más años, pero ¿quién sabe si habría existido “La noche estrellada” o los girasoles o mis autorretratos maníacos?

En ese sentido, me pregunto si la “ayuda profesional” de hoy en día, tan necesaria para muchos, nos priva de conocer parte de nuestra propia oscuridad y, con ella, de la capacidad de crear cosas nuevas. Pero claro, no soy experto, solo un pintor trasnochado que habla desde la muerte.

–Hablando de estar “desde la muerte”: ¿tienes conciencia de tu condición? ¿Sientes que has transcendido la carne y habitas en una especie de limbo artístico?

–Mi conciencia es un lienzo en blanco con pinceladas de eternidad. A veces siento el pulso de la vida, el latido de la sangre, y en otras ocasiones me veo flotando en una nada fría, como un pigmento diluido en aguarrás. El limbo artístico es un bar eterno donde se reúnen almas impacientes: Gauguin discutiendo con Dalí, Rembrandt intentando encender un cigarrillo que se niega a arder, y yo, en una esquina, con una jarra de absenta, intentando averiguar por qué me sigue doliendo la oreja fantasma.

–¿Y qué pintas en ese limbo? ¿Hay lienzos infinitos?

–Pinto la ausencia de color. Pinto el silencio de los muertos. Aquí las tonalidades no funcionan como en la Tierra. Es como tratar de describir un espectro ultravioleta a alguien que solo ve en blanco y negro. Pese a eso, no creas que no hay debate. Me peleo con Gauguin, que sigue con su arrogancia tropical, y a veces nos retamos a duelos de acuarelas imposibles. Pero al final, la pintura, como decía Picasso, es más fuerte que nosotros. Nos maneja como marionetas incluso en la otra orilla.

–Volvamos a tu vida terrenal. Mucha gente obvia tu relación con Theo, tu hermano. Sin su apoyo económico y afectivo, la historia sería distinta. ¿Nos cuentas algo de él?

–Theo fue mi cable a tierra, mi ancla en la tempestad. Aunque a ratos me sentía culpable por depender de él, siempre me envió dinero cuando pude haber muerto de hambre. Me escribía cartas llenas de una bondad que a veces me hacía enojar: no estaba acostumbrado a que me quisieran sin condiciones.

Me animaba a pintar, a seguir. Aunque su mirada hacia mis obras fuera un misterio para mí: nunca supe si él las entendía o simplemente amaba lo que yo amaba. Con Theo compartí mis dudas y mis angustias. Si hay algún héroe en mi historia, es él. Porque incluso en mis peores delirios, él encontraba la forma de rescatarme, aunque fuera por carta.

–¿Crees que tu vida habría sido distinta si hubieras tenido más reconocimiento en tu tiempo?

–Probablemente sí, pero ¿para qué hacerse esa pregunta? La desgracia es un motor creativo muy potente. Y mi vida fue una concatenación de pequeñas y grandes desgracias que, a la fuerza, desembocaron en obras intensas. En aquel momento lo sufrí, claro, me consumía la frustración de no ser comprendido. Pero, mira, el triunfo en vida puede adormecer a algunos artistas. Lo que pintan luego carece de la urgencia, la rabia, el clamor que tiene el que se siente ignorado.

Quizá, de haber sido aplaudido, me habría acomodado, habría pintado por encargo. Tal vez mis girasoles habrían sido menos salvajes, y “La noche estrellada” se habría transformado en una postal bonita para turistas.

–Hablando de salvajismo, hay algo en tus obras que parece muy visceral, muy orgánico, casi como si las pinceladas fueran trozos de tu carne. ¿Tú las ves así?

–Sí, tal cual. Yo no pintaba para adornar salones, pintaba porque la vida me dolía, y la pintura era la forma de escupir ese dolor convertido en color. Mis pinceladas son impulsos nerviosos plasmados en el lienzo. Por eso se ven gruesas, retorcidas, con tanta textura: son mis venas abiertas en forma de óleo.

A veces me mareaba del fervor con el que aplicaba la pintura. Sudaba, se me aceleraba el pulso. Era casi una experiencia mística y erótica a la vez, un desahogo irónico y triste, porque sabía que, incluso tras volcar todo mi ser, la gente no entendía ni la mitad de lo que estaba pasando por mi mente.

–¿Alguna vez te imaginaste que serías tan influyente en la cultura popular?

–Ni en mis sueños febriles. Es un regalo envenenado, si lo piensas. Porque, al ser tan popular, corres el riesgo de volverte un cliché. “Oh, Van Gogh, el del sombrero de paja y la oreja cortada, los girasoles y ‘La noche estrellada’”. Se acabó. No se profundiza más.

Lo peor es que la gente no sabe que mis pinceles fueron armas de guerra para luchar contra la oscuridad que me habitaba. Y ahora, en las tiendas de recuerdos, venden mis cuadros en paraguas, macetas, corbatas. Así es la modernidad: convierte la tragedia en estampado.

–¿Tienes alguna reflexión final que compartir para cerrar este encuentro surreal?

–Sí, que le pregunten a la pintura, no al pintor. Que se dejen de historias sobre mi oreja, mi locura, mi suicidio y demás morbo. Que miren el color, la furia, la ternura. Que escuchen cómo el amarillo canta. Que huelan el pincel cargado de azul, que sientan el viento en el campo de trigo. Que saboreen el miedo y la pasión que hay en cada trazo.

Porque, en el fondo, “la pintura es más fuerte que yo; siempre consigue que haga lo que ella quiere”, como dijo Picasso. Él y yo coincidimos en ese destino. No somos más que títeres de los pigmentos, seres que manchamos el lienzo con nuestras vísceras. Aceptarlo es liberar el verdadero poder del arte.


Vincent Van Gogh se levanta de la mesa y me saluda con una mueca casi cómplice. El barman se esfuma en una nube de sombra. Sigo con mi café intacto, que huele a trementina y sabe a despedida. En mis notas leo preguntas que no tuve tiempo de hacer, pero ¿qué importa? Ha sido suficiente caos por hoy.

Salgo del café y, al cruzar la puerta, los adoquines se disuelven en una mancha de color que me envuelve los pies. No sé si vuelvo a mi realidad, o si nunca la abandoné, o si todo ha sido un laberinto cromático tejido por la mente atormentada de Van Gogh. Tal vez da igual.

Como él mismo dijo, lo relevante es la furia del color, el rastro de humanidad mezclado en la paleta. Quizás la gran lección es que el arte, con su crudeza y su belleza, nos arrastra y nos arrincona, hasta que no nos queda más remedio que rendirnos a él. O quizá no haya ninguna lección, solo la certeza de que hay que seguir pintando, viviendo, manchándonos las manos de algo más intenso que el gris ordinario.

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