Entrevista exclusiva (y ficticia) con Paul Cezanne: «No se trata de pintar la vida, se trata de hacer viva la pintura»
La lámpara de sal chisporrotea en el suelo, proyectando sombras rojas sobre las paredes desnudas. Afuera llueve una tinta negra, pegajosa, como si alguien hubiese exprimido viejos periódicos llenos de mentiras. Dentro, la entrevistadora observa a Paul Cézanne, sentado en un sillón raído que alguna vez fue azul. Él tiene el bigote torcido y la mirada opaca, como quien despierta en un siglo que no es el suyo. Antes de la primera pregunta, el ambiente ya sabe a hierro y manzana podrida.
La entrevistadora recuerda otra época, quizá un invierno lejano, en el que quiso ser pintora y acabó vendiendo calendarios con frases motivacionales. Esa memoria se cuela en la escena como un espectro silencioso. Ahora, tras un bucle extraño de tiempo, se dispone a formular la primera duda.
—¿Por qué volver? ¿Por qué atravesar cien años de polvo solo para que le acribille con preguntas?
—Porque en el presente hay demasiadas risas huecas y muy poco silencio. Creen que el arte es un producto de temporada, como fresas importadas. Quería ver la cara de quien se cree periodista mientras las palabras se retuercen en su garganta.
La lámpara cambia a un tono rojizo, proyectando sombras de insectos invisibles sobre las paredes. El entrevistador recuerda una escena de su infancia: una galería vacía y un lienzo sin terminar. Ahora, décadas después, suda bajo la mirada de un invitado que parece sacado de un sueño fermentado.
—¿Ha cambiado algo desde sus manzanas y sus montañas hasta estos museos virtuales y subastas encriptadas?
—Cambiaron las manos que sostienen el pincel. Cambiaron las miradas, ahora más rápidas que un estornudo. Ya nadie se detiene. Pintan con la urgencia de quien busca seguidores, no profundidad. Antes el óleo tardaba en secar; ahora, si algo no se vende en un clic, se pudre en el olvido.
La taza tiembla en las manos del entrevistador. Afuera, la tinta de la lluvia se vuelve más espesa. La voz del invitado suena a vendimia agria, a fruta pasada. En un rincón, una subtrama se desenrolla: el entrevistador recordó un amor de juventud que despreció un cuadro por considerarlo aburrido. Hoy, en esta sala surreal, comprendería esa calma con la nostalgia de un ciego que recupera la vista demasiado tarde.
—¿Qué debería hacer un artista hoy? ¿Pintar memes en lugar de manzanas?
—Que pinte lo que quiera, pero que sepa por qué lo hace. Que entienda que no todo es un trofeo desechable. Si no hay coraje, si solo busca la aprobación fugaz, que mejor se dedique a cultivar papas. Al menos las papas no necesitan ser interpretadas.

La lámpara de sal emite un crujido. La sala oscila entre la penumbra y un resplandor enfermizo. El entrevistador siente una punzada de culpa, tal vez por haber confiado en la inmediatez, por haber creído que la belleza podía resumirse en un eslogan publicitario. Su voz suena ronca, como si masticara una metáfora áspera.
—¿Volvería a pintar las mismas montañas sabiendo que nadie las mirará con la misma paciencia?
—Claro. Pero esta vez añadiría grietas, hormigas con sombreros, algo que representara la erosión del sentido común. No es nostalgia, es una burla íntima a este circo que se mofa de sí mismo sin entender el chiste.
En el techo, un murmullo; tal vez el eco de las ratas o de un editor fantasma. Los segundos se derriten en la alfombra. El entrevistador parpadea, intenta enfocar. El hombre del bigote se pone en pie, con una elegancia rancia, y se dirige a la puerta que no estaba allí hace un segundo.
—¿Algo más que decir?
—Solo que recuerdes saborear el aire antes de tragarlo. Y que las manzanas, aunque podridas, siempre huelen mejor que las mentiras envueltas en celofán.
La figura se desvanece. La lámpara de sal se apaga con un suspiro. El entrevistador queda a solas, sin certezas, con las pupilas dilatadas y un regusto a óxido en la lengua. Afuera, la lluvia de tinta se ha detenido. Adentro, la nada. Y en ese hueco, el eco de una entrevista difunta que no deja respuestas, solo más preguntas.