Rojo pasión, azul depresión y otros dramas del color en el arte
Hace un par de semanas, decidí hacer una pintura que capturara la esencia de la alegría. Amarillo brillante, pensé. ¿Qué puede ser más feliz que un amarillo tan intenso que parezca que el sol decidió mudarse a tu lienzo? Así que me lancé al proyecto con un entusiasmo digno de Van Gogh en una buena tarde (antes de los líos con las orejas). Pero cuando terminé y miré mi obra, algo no cuadraba. En lugar de sentirme inspirado, el cuadro parecía gritarme: «¡Compra cereal!». Más que arte, parecía la portada de una caja de maíz inflado. Así que ahí estaba yo, rodeado de botes de pintura y preguntándome: ¿es posible que el amarillo brillante no sea el color universal de la felicidad?
Y ahí está el primer gran mito del color en el arte: que cada tonalidad tiene una personalidad fija y que basta con elegir la adecuada para transmitir lo que quieras. Como si los colores fueran actores de teatro esperando instrucciones: “Rojo, ¡sé apasionado! Azul, ¡tranquiliza a la audiencia!». Pero cualquiera que haya intentado pintar algo sabe que los colores son más complicados que una novela rusa. Tienen matices, contextos, personalidades ocultas. Y lo peor: pueden traicionarte. Vamos a desmenuzar esta idea porque, si no lo hacemos, corremos el riesgo de seguir pintando paisajes que parecen cajas de cereales.
Tomemos el azul, por ejemplo
En teoría, es el color de la calma y la reflexión. Los mares, los cielos, la serenidad misma, ¿no? Pero si te pasas con un azul oscuro, lo que logras no es calma, sino una escena digna de un thriller nórdico donde seguramente alguien va a desaparecer en un fiordo. Y si te vas al extremo opuesto, con un azul pastel demasiado claro, el resultado puede ser tan empalagoso que hasta las nubes en tu cuadro parecen diabéticas. Azul, querido amigo, no eres tan sencillo como pareces.
Luego esta el rojo
Ese color dramático que nunca pasa desapercibido. Quieres transmitir pasión, intensidad, movimiento. Pero si no tienes cuidado, podrías terminar con una obra que parece un cartel de “Prohibido el paso”. El rojo es el equivalente cromático de un actor que siempre quiere ser el protagonista, incluso en escenas donde solo debe decir “hola”. Hay que dosificarlo o, mejor, combinarlo con otros colores que le bajen los humos. Un toque de rojo puede ser energizante; demasiado, y tu pintura empieza a gritar, literalmente.
Y hablemos del verde
El verde, asociado con la naturaleza, la esperanza y, ocasionalmente, los extraterrestres. Un verde bien elegido puede dar profundidad y frescura a una obra, pero cuidado: los tonos equivocados pueden ser un desastre. Verde neón, por ejemplo, es el color oficial de los carteles de “Oferta del día”. Mientras que un verde muy pálido puede transformar un paisaje bucólico en una escena sacada de un hospital. El truco está en encontrar el equilibrio entre la vitalidad y la armonía.
Ahora pasemos al rosa
Ese color que durante años ha sido incomprendido y relegado a la esquina de lo infantil o lo kitsch. Pero el rosa tiene más capas que una cebolla. Un rosa pastel puede transmitir ternura y nostalgia, mientras que un fucsia agresivo te lanza directamente a un universo digno de Lady Gaga. Y si mezclas rosa con otros colores inesperados, como un gris plomizo, puedes lograr una combinación que evoque sofisticación con un toque de rebeldía. Ese es el punto donde el arte cobra vida: en esos contrastes que sorprenden.
Y no podemos olvidarnos del negro
Algunos lo ven como el villano de la paleta, pero en realidad es el superhéroe silencioso. El negro no solo aporta elegancia, sino también profundidad. Es el color que dice: “Mírame, pero no me entiendas tan rápido”. Sin embargo, demasiado negro puede sofocar una obra, convirtiéndola en un pozo sin fondo de drama. Es mejor usarlo como el salero en la cocina: un poco hace maravillas; mucho, y lo arruinas todo.
- Window Opening on Nice, Raoul Dufy (1928)
- With Red Swallow-Patterned Wallpaper, Alekséi von Jawlensky (1915)
- Lighthouse on Fehmarn, Ernst Ludwig Kirchner (1912)
- Animals in the Forest, Candido Portinari (1938)
- The Night Watch, Rembrandt (1642)
- Wheatfield with a reaper, Vincent van Gogh (1889)
Entonces, ¿qué hacemos con los colores? La respuesta es tan compleja como el arte mismo: experimentar. Probar combinaciones, romper reglas, seguir instintos. Porque al final del día, los colores no son solo herramientas técnicas; son emociones, historias y riesgos. La clave está en escucharlos (metafóricamente, claro; si empiezas a escuchar a los colores, consulta a un profesional). Cada tono tiene algo que decir, pero es el artista quien decide cómo organizarlos en un diálogo que tenga sentido.
Así que la próxima vez que enfrentes un lienzo en blanco, no pienses en los colores como soluciones mágicas o etiquetas emocionales. Piensa en ellos como personajes complejos, llenos de contradicciones y posibilidades. Y si tu obra final termina pareciendo una caja de cereales, al menos tendrás una excusa para reírte y, quizás, abrirte a una nueva dirección creativa. Como decía Kandinsky: “El color es el teclado, los ojos son las armonías y el alma es el piano con muchas cuerdas”. Y como decía yo después de terminar mi cuadro amarillo: “A veces, el piano desafina, pero al menos tocas algo”.