calendario de producción artística

Pintar no es suficiente: el oscuro secreto de la planificación

Cómo dejar de procrastinar y terminar tus obras antes de la muerte

Me desperté con la cara pegada al lienzo que llevaba días rondando por mi cama. El despertador había sonado hacía rato, pero el susurro del pincel medio seco insistía en que había cosas más urgentes que pararse a planificar nada. Sin embargo, ya iba tarde a esa supuesta reunión conmigo mismo para organizar mi próxima serie de pinturas. Siempre me pasa lo mismo: me propongo ser metódico, trazar objetivos, definir pasos concretos y preparar un calendario de producción artística… y acabo pintando espontáneamente a las tres de la mañana, con la lamparita de noche parpadeando como si quisiera morirse. Quizá hoy sea diferente. Quizá.

Me levanto, pateo un bote de pintura que se esparce por el piso como un charco de desidia. Mientras limpio, me pregunto en qué momento pensé que producir arte en grandes volúmenes podía ser tarea fácil. Un suspiro resignado, un trapo que se mancha de azul turquesa. Tal vez sea hora de diseñar un calendario de producción de obras que me salve de mi propia inconstancia.

El recuerdo del caos

Aún tengo clavada la memoria de aquel mes en el que juré, por todos los dioses del arte, que terminaría una colección completa para una galería local. Empecé bien. Hice tres bocetos inspirados en sueños perturbadores, pero la energía se me escapó al segundo día. No sabía cuántas piezas quería. No tenía lista de materiales. No había límites de tiempo ni de presupuesto. Simplemente, me dejé llevar por una inspiración volátil, que un día me regalaba ideas brillantes y, al siguiente, me abandonaba frente al lienzo en blanco. Resultado: el galerista me llamó un día antes de la inauguración, preguntando por las obras, y yo solo tenía manchas inconexas y ganas de meterme bajo una mesa.

Con la alfombra todavía húmeda de pintura, me siento delante del portátil y busco métodos para planificar la producción artística. La palabra “producción” me suena fría, casi industrial. Pero si quiero exponer en una fecha concreta y no morir en el intento, necesito un plan. Encuentro gente que propone usar tableros kanban, aplicaciones de tareas, calendarios digitales. También leo sobre viejos pintores que trabajaban con rutinas estrictas, como si cada lienzo fuera un producto en serie. Me da un escalofrío. No quiero sentir que fabrico tornillos en vez de crear arte. Pero, al mismo tiempo, me niego a repetir mi historial de proyectos inacabados.

Primer paso: definir mis metas

Decido que la primera pieza de este rompecabezas es saber cuántas obras quiero completar y en qué formato. Miro la pared donde cuelgan mis bocetos. Tengo alrededor de diez ideas principales para la nueva colección. Diez es un número que me asusta un poco, pero no quiero quedarme corto. Entonces, anoto: Objetivo: completar 10 pinturas al óleo en dos meses. Se me escapa una carcajada nerviosa. Dos meses, conociéndome, es un periodo de tiempo que podría derivar en catástrofe. Pero prefiero aferrarme a un plazo que me obligue a moverme.

Suena el teléfono. Un compañero del colectivo artístico me pregunta si me apunto a una exposición conjunta. Empieza en… dos meses. Perfecto. Es la señal que necesitaba. Me veo obligado a responder con un “sí, claro, cuenta conmigo”. Mi ego, sentado sobre un taburete imaginario, me mira y se ríe. ¿En serio crees que podrás producir diez lienzos dignos? me espeta con una mueca sarcástica. Al colgar, abro una nueva nota en mi libreta: “Exposición en dos meses: imprescindible terminar la serie”. Ya no hay marcha atrás.

Segunda pieza: listar todas las tareas

Me sirvo un café amargo y empiezo a desgranar lo que implica concretar diez obras. Primero, la conceptualización de cada pieza: tema, paleta de colores, bocetos preliminares. Después, la compra de materiales: lienzos, bastidores, óleos, pinceles finos, disolventes. A continuación, la fase de pintura, secado y retoques. Finalmente, el barnizado, el enmarcado y el transporte. Todo ello sin contar la posible documentación del proceso, las fotografías para promocionar la obra en redes y la típica pelea con los distribuidores si algo falla. Si no pongo orden en esta lista, acabaré repitiendo el caos de siempre.

Empiezo a anotar cada etapa en un calendario digital, con sus respectivas fechas. Me obligo a ser realista al asignar tiempos. No puedo pintar una obra de gran formato en tres días si además tengo que atender otros encargos, leer, dormir o fingir que llevo una vida medianamente estable. Me inclino por estimar al menos una semana para cada obra, considerando secados intermedios. Sumando días de investigación y descanso, me sale un cronograma ajustado pero factible. Temo que la vida se ría de mis buenas intenciones. Aun así, continuo.

Tercera parte: asignar secuencias y dependencias

Cuando empiezo con la primera pintura, necesito bocetos, lienzos listos y la paleta bien pensada. No puedo avanzar en el barnizado hasta que la pintura seque. No puedo armar marcos hasta tener las medidas finales. Anoto dependencias: “Terminar boceto antes de encargar bastidor”, “Esperar una semana antes de barnizar”. Esto parece un ensayo de danza en el que cada paso depende del anterior. Me saca de quicio, pero también me da la sensación de que por fin estoy usando la lógica que me ha faltado toda la vida.

A mitad de la tarde, siento un hormigueo en la nuca. Esa presencia que a veces me visita cuando tengo prisa por crear. La llamo el fantasma inspirador, aunque tiene las maneras de un crítico pedante. Se sienta a mi lado, observa la planificación y suelta: “¿De verdad crees que la inspiración puede encerrarse en un horario estricto?”. Acto seguido, me enseña imágenes de artistas que trabajaban a deshoras, con la mente alborotada por la noche. Intento ignorarlo, pero me asalta la duda: ¿Y si la creatividad no fluye justo cuando lo marca el calendario?

Suspiro. Reconozco que el arte no siempre se somete a reglas. Pero también sé que si me abandonara a la pura espontaneidad, acabaría con la exposición vacía. Así que respondo a mi fantasma: “No pretendo programar la inspiración, sino organizar la parte tangible del proceso”. El ser se desvanece entre humaredas, dejándome una punzada de incertidumbre. La ignoro y sigo adelante.

Cuarta etapa: estimar tiempos de manera realista

Me pongo optimista y anoto siete días para cada lienzo, más dos de margen por si algo se tuerce. Me río, porque algo siempre se tuerce. Puede que falte el color ocre cuando más lo necesito, o que una capa de pintura no seque a tiempo. O que, de repente, odie la pintura y empiece de cero. Pero prefiero pecar de previsor antes que enfrentarme a la mirada fulminante del público ante una obra inacabada.

Mientras continuo, recuerdo cierto consejo de veteranos del arte: “Siempre planifica el doble del tiempo que crees necesario”. Aun así, si de verdad siguiera eso al pie de la letra, se me comería el calendario y llegaría tarde a la exposición. Busco un punto medio. Meto almuerzos imaginarios, días de descanso forzado. Sé que sin pausa también caeré en la saturación creativa.

A media planificación, me acuerdo de que no tengo suficientes lienzos. Salgo corriendo al almacén de suministros artísticos. Está atiborrado de lienzos, pinceles y un olor a barniz que me transporta a la infancia. Mientras examino diferentes gramajes de tela, pienso en que, si no dispongo el presupuesto y el tiempo para venir aquí, nada avanzará. Me compro diez lienzos medianos, dos grandes, tubos de óleo, y me prometo que serán suficientes. De vuelta a casa, me da un ataque de risa: ¿Por qué compré doce lienzos si solo necesito diez? Mi subconsciente sabe lo frágil que soy con los impulsos.

Quinta clave: escoger la herramienta de seguimiento

Me obligo a registrar todo en una aplicación. Da igual si es Trello, Asana o un documento en Google Drive. Lo esencial es que sea fácil de consultar, que me recuerde las fechas y que pueda añadir comentarios cuando algo falle. Voy creando tarjetas virtuales para cada obra: “Obra 1: Fase de boceto”, “Obra 2: Preparar lienzo”, etcétera. Añado fechas límite. Me obsesiona la idea de que el calendario me envíe notificaciones cuando empiece a desviarme demasiado. Aunque, siendo sincero, me conozco y sé que terminaré ignorándolas por un rato. De todas formas, tener un sistema no lineal, con listas, me ayuda a visualizar el caos.

Sexta parte: la disciplina de revisión

Planear es fácil cuando el café de la mañana te inyecta energía y la música está en su punto. Lo complicado es cumplir. Me propongo revisiones semanales de mi calendario de producción. Algo así como sentarme los domingos, rodeado de pinceles sucios, y evaluar cuántas obras he adelantado y cuántas excusas he creado. Pienso en autoimponerme sanciones ridículas, como no comprar mi galleta favorita si no he avanzado lo suficiente. Quizá funcione, quizá no. Pero me da un mínimo de motivación.

Al repasar el plan, me pregunto si no estoy exagerando con tanta estructura. Recuerdo que hay artistas que trabajan al borde del abismo, con la adrenalina del último minuto. Pero me niego a volver a ver al galerista con cara de pánico. Así que, al menos por esta vez, seguiré un poco de orden. Luego podré jugar con mis pinceles y mi paleta de colores como siempre, sumergido en el trance creativo. Sí, planificar no mata la espontaneidad; la encauza para que no se pierda entre la pereza y la procastinación.

Mientras termino de planificar, suena el teléfono de nuevo. El galerista quiere saber si tengo ya la temática de la colección. Le digo que sí, aunque todavía esté refinando detalles. Me pregunta si el tiempo me alcanzará. Dudo un par de segundos. Miro mi calendario improvisado en la pantalla, con las notitas de color rojo y verde. Respondo que por supuesto, que está todo bajo control, como si fuera el maestro de la productividad. Cuelgo sintiendo un hormigueo en las manos. La adrenalina me hace sonreír.

El kit de supervivencia

Al final, este calendario de producción se sostiene sobre algunas ideas clave:

  1. Definir objetivos concretos: cuántas obras, de qué tipo, para qué fecha.
  2. Listar tareas y fases: bocetos, compra de materiales, pintura, retoques, secado y acabado.
  3. Asignar plazos realistas: no hacer un cronograma de fantasía que te lleve al colapso.
  4. Incluir márgenes de error: la inspiración, la vida y la pintura tienen sus caprichos.
  5. Elegir una herramienta de seguimiento: digital o analógica, mientras sirva y la revises con frecuencia.
  6. Programar revisiones periódicas: ver si cumples o si el caos te arrastró a la deriva.
  7. Recordar la flexibilidad: si llega un golpe de genialidad o un problema inesperado, reajusta sin sentirte derrotado.

Epílogo de un desastre medianamente controlado

Cierro el portátil. Observo mi lista de materiales apilados en el rincón. El gato del vecino se ha colado por la ventana y se pasea, oliendo los pinceles. Me levanto, lo acaricio y veo mi nuevo cronograma brillando en la pantalla. No me engaño: sé que habrá días en que me pasará por encima, días en que lo ignoraré porque la musa me despertará a medianoche con ideas imposibles de posponer. Aun así, tener ese mapa me da un mínimo de serenidad. Como si hubiese montado una valla de seguridad en la cornisa de mi edificio creativo.

La primera obra ya me llama. El boceto todavía es un garabato tímido. Preparo la paleta. Pienso en la inauguración que llegará dentro de un par de meses. Me veo deambulando por la galería con un vaso de vino barato en la mano y fingiendo que todo salió perfecto desde el principio. Quizá, solo quizá, esta vez no tendré que correr en pánico la noche antes para terminar un fondo a medio secar. Me aferro a esa ilusión.

Tomo el pincel. Miro la fecha de inicio y la fecha de entrega. Me río para mis adentros. Falta poco para que el cronograma empiece a hacer tic-tac en mi cerebro, como un despertador encendido en mitad de un sueño febril. Pero por alguna razón, eso me entusiasma. Tal vez encontré la dosis perfecta entre improvisación y método. O tal vez mañana me arrepienta de esta aparente cordura. En cualquier caso, pintaré hasta que se acabe la inspiración, hasta que mi nuevo calendario me recuerde que tengo otra obra esperando en la fila, golpeando la puerta de mi consciencia con esa mezcla de urgencia y emoción.

Y así empieza el viaje hacia la exposición. Un camino con algunas baldosas sueltas, pero con la satisfacción de sentirme menos a merced del caos absoluto. Puede que el fantasma inspirador regrese y se burle de mis tableros digitales y mis notas en papel. Lo dejaré reír. Porque, a fin de cuentas, cuando llegue el día de presentar mi trabajo, prefiero aguantar un par de bromas de mi ente imaginario que enfrentar la decepción de haber terminado con solo media pincelada en cada lienzo. Dejo el pincel por un segundo, respiro hondo y me sumerjo en la tela. Comienza mi calendario, comienza mi colección, y quién sabe si también un pequeño acto de rebeldía contra mi perpetuo desorden. Con un poco de suerte, esta vez llegaré a la meta sin dejar mi cordura (o lo que queda de ella) por el camino.

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