Breakfast in America: melodías de café, trombones y revelaciones compartidas
Cómo una composición sencilla logró atrapar el espíritu de una generación
Hace unos años, todavía recuerdo el aroma rancio de café frío en un hostal perdido. Tenía los nervios destrozados y un humor de chacal con migraña. En una pared medio descascarada, alguien había pegado el póster de un disco: una camarera con sonrisa exagerada alzando un vaso de jugo de naranja como si estuviera coronando el Everest. “Breakfast in America”, decía. No sabía entonces si me producía gracia o un ligero escalofrío, pero la imagen me acompañó toda la noche como esos sueños medio lúcidos en los que no tienes claro si acabas de caer en un agujero o estás flotando en un charco de gelatina. Y sin darme cuenta, en un abrir y cerrar de párpados, ya había añadido la canción al repertorio de mis obsesiones musicales.
Hubo un instante, tal vez a la segunda estrofa, en el que me sentí con ganas de llamar a un viejo amigo e invitarlo a desayunar. Ridículo, considerando que ni siquiera me gusta madrugar. Pero “Breakfast in America” suena como esas mañanas en las que todo promete ser luminoso, aunque en el fondo intuyes que hay una tormenta al acecho. Empecé a rumiar la idea: ¿qué demonios tiene este tema? ¿Por qué se ha convertido en mi banda sonora para esos días en los que quiero reírme de los planes absurdos y, al mismo tiempo, creer en algo?
La historia oficial suele contar que fue compuesta por Roger Hodgson, cuando ni siquiera imaginaba que llegaría a formar parte de Supertramp. Dicen que la letra es una fantasía inocente de un tipo británico que nunca pisó territorio estadounidense y que se muere de ganas de palpar la supuesta opulencia de California o el mito del gran desayuno norteamericano. Pero ¿y si esa ilusión no es tan ingenua? A veces me da por pensar que es el retrato de un desencanto precoz, como si estuviera gritando: “Hey, América, muéstrame tus excesos, quizá para reírme de ellos… o para disfrutarlos, quién sabe”.
Por supuesto, el disco entero de 1979 también se titula Breakfast in America, y no fue casualidad. Aquella portada con la camarera sonriente y los rascacielos hechos de cajas de cereales podría ser la invitación a un circo delirante donde la Estatua de la Libertad se transforma en la señora del bar que te sirve café recalentado. A mí me golpea como una postal de broma enviada desde un destino que igual no es tan paradisíaco, pero uno se aferra a la fantasía.
El salto a la fama de Breakfast in America
Recuerdo haber leído que cuando sacaron la canción como sencillo en el Reino Unido, el éxito fue casi inmediato, con gente tarareándola por las calles y escalando listas. En Estados Unidos, en cambio, no llegó muy alto. Curioso: una canción que presume de “querer ver América” gustó más al otro lado del charco que a los propios estadounidenses. Hay quienes dicen que allí no la comprendieron, o quizá tenían mejores razones para dedicar su atención a otros temas del disco, como “The Logical Song”. O tal vez, en un acto de ironía cósmica, los norteamericanos pensaron: “No necesitamos que nos canten un desayuno que vivimos a diario”, mientras las señales de neón parpadeaban en cada esquina.
Mi mente elabora escenas confusas: primero, imagino a la banda en algún estudio de Los Ángeles, discutiendo si la letra debía actualizarse. Roger Hodgson luchando por conservar aquella visión adolescente de California, con rubias perfectas y tostadas gigantes, mientras Rick Davies revuelve sus ojos y masculla que eso es demasiado naïf para un álbum de rock. De fondo, veo brillar un clarinete flotando entre cables y micrófonos, ansioso por integrarse a la canción. Después, salto a un año más tarde: la gira de presentación está en marcha, multitudes eufóricas llenan estadios, y alguien en la tercera fila se pregunta por qué demonios la canción apenas dura dos minutos y medio.
La brevedad de “Breakfast in America” me pica la curiosidad. Justo cuando empiezo a saborearla, pum, se termina. Como esas relaciones fugaces que, al romperse, te dejan preguntándote si habrán sido reales o un espejismo. La melodía me sacude de manera casi adictiva; ese piano juguetón, la voz que invita a un viaje que no sabemos muy bien dónde acabará. Supongo que esa fue una de las razones por las que el tema pegó con tanta fuerza en Europa: era radiofriendly, cabía sin problemas en cualquier franja horaria, y sonaba como un golpe de optimismo con un tinte de burla soterrada.
El contexto de Breakfast in America en la discografía de Supertramp
Siempre que escucho esta canción, se me viene a la cabeza el contraste con anteriores obras de Supertramp, como “Crime of the Century”. Allí había oscuridad y reflexiones filosóficas. Con Breakfast in America, en cambio, hay un piano saltarín, un clarinete que parece salido de algún carnaval y un trombón juguetón por ahí. Me di cuenta de que tal vez la banda, ya en 1979, no estaba tan interesada en descifrar el sentido de la vida, sino en regalarnos un pequeño chiste sobre la forma en que los europeos veían al Tío Sam.
He leído rumores de que Rick Davies no sentía mucho amor por este tema. Quería meterle mano a la letra, adaptarla a algo más actual. Pero Hodgson, cabezota, defendió esos versos que compuso cuando apenas salía de la adolescencia. Quizá, pensaba, si retocaba demasiado la canción perdería esa especie de brillo ingenuo que la hacía especial. Y hoy estoy convencido de que si hubieran cambiado cada frase para acercarla a la realidad, se habría extinguido su encanto.
A veces, me invento una subtrama rocambolesca para darle un sentido más profundo: imagino al joven Hodgson sentado en el borde de su cama, con un cuaderno y un lápiz, dibujando pequeñas palmeras y hamburguesas en los márgenes mientras escribe la letra. Afuera llueve sin piedad, y un gato maúlla en la ventana. Tal vez sueña con escapar de la rutina, con un billete de avión rumbo a un skyline que solo ha visto en fotos. O, en una vuelta de tuerca, está planeando un viaje interior, como si “Breakfast in America” fuera la excusa para reconciliarse con sus expectativas y su propio sentido del humor.
Breakfast in America y su curiosa recepción
En medio de mi confusión, el disco entero se convirtió en un fenómeno mundial. Mientras tomaba mi café aguado –allá por el hostal polvoriento donde vi aquel póster– me enteré de que el álbum vendió millones de copias y llegó a ser número uno en medio planeta. Así, “Breakfast in America” se transformó en la llave que abría la puerta a otros éxitos del álbum, como “Goodbye Stranger” o “Take the Long Way Home”. Esa risa sardónica que me surge al pensar en la camarera en la portada, sosteniendo su vasito de jugo de naranja, se mezcla con la ternura de saber que, a fin de cuentas, la gente adora esas visiones simples del “sueño americano”.
No obstante, la canción en EE.UU. no subió tanto en los rankings. Quedó en un lugar modesto, como si al público local le faltara algo para conectar. O quizá fue la disquera la que no quiso apostar fuerte por ella, centrándose en otros sencillos. En cualquier caso, la pieza sigue viva entre los amantes de la música. Y eso es bastante más valioso que estar en los primeros lugares por unas pocas semanas.

El álbum vendió millones de copias y llegó a ser número uno en medio planeta. Así, “Breakfast in America” se transformó en la llave que abría la puerta a otros éxitos del álbum, como “Goodbye Stranger” o “Take the Long Way Home”
Qué curioso que, tiempo después, el estribillo de “Breakfast in America” apareciera sampleado en “Cupid’s Chokehold” de Gym Class Heroes. Esa melodía pegajosa que reza: “Take a look at my girlfriend, she’s the only one I got…” se coló en la cultura pop a base de loops y mezclas. De pronto, generaciones que jamás escucharon un vinilo de Supertramp se encontraron tarareando la misma línea. Es fascinante cómo la música juega a la máquina del tiempo, arrastrando a gente que ni siquiera había nacido en los 70 para que bailen al ritmo de un clarinete que suena casi circense.
Claro que también existe la faceta de las teorías conspirativas. Más de uno, con espíritu de detective sobrenatural, asegura que la portada del disco predijo los atentados a las Torres Gemelas, solo porque, al invertir la imagen, el reflejo de “SUPERTRAMP” se asemeja a un “9 11” justo sobre los cartones que simulan los rascacielos de Manhattan. Y el jugo naranja, según ellos, simboliza el fuego. Esas elucubraciones a mí me parecen un guion perfecto para un capítulo de televisión nocturna, de esos que ves a las tres de la madrugada con los ojos entreabiertos, mientras te debaten sobre extraterrestres y mensajes ocultos en canciones al revés.
La dualidad y el legado de Breakfast in America
Hace poco, salí a correr con los auriculares puestos y la canción de fondo. Fue una mañana calurosa, el sudor me escocía en los ojos y tenía la mente rebotando entre proyectos frustrados y alguna duda existencial. Entonces sonó ese “Take a jumbo across the water” y me di cuenta de que me había vuelto adicto a esa sensación de paradoja: “Breakfast in America” parece alegre, pero deja un regusto agridulce. Como si uno quisiera reírse de las promesas grandilocuentes que nos venden, pero al mismo tiempo necesite creer en ellas para no sucumbir al tedio.
La banda siempre dijo que no había una crítica social profunda, que era simplemente un retrato divertido de alguien que fantasea con visitar Estados Unidos. Pero muchos oyentes y críticos se empeñan en buscarle vueltas ideológicas. A mí me gusta pensar que el valor real está en su honestidad juguetona, en la mezcla de clarinete, trombón y piano que te transporta a un cabaré posmoderno donde sirven panqueques con jarabe de maple y a la vez te susurran que, en el fondo, la vida es un carnaval lleno de espejos deformantes.
En la actualidad, Roger Hodgson interpreta este tema en sus giras solistas, incluso las ha bautizado “Breakfast in America Tour”, reavivando la llama de un clásico que no pasa de moda. Y cada vez que suena en la radio, más de uno se sorprende: “Ah, mira, esa canción que me revoluciona el ánimo en dos minutos y medio…”. Es que así de veloz e intensa es su esencia.
He llegado a un punto en el que la asocio a mis propias contradicciones: un anhelo que se burla de sí mismo, un sueño que abraza la realidad con un dedo en la llaga. Quizá por eso ha perdurado. En un mundo lleno de promesas exageradas, “Breakfast in America” te ofrece su propio circo portátil: riffs de piano eléctrico, ritmos de vaivén, un clarinete revoltoso y la invitación a reírte un poco de todo. Y, al mismo tiempo, a creer que ese viaje podría ser maravilloso, aunque sea por el breve lapso de una canción.
Por eso, cada vez que alguien me pregunta por qué dedicarle un elogio a “Breakfast in America”, lanzo una carcajada y respondo que es como esa taza de café excesivamente dulce que te tomas en una cafetería desconocida: la pruebas, arrugas la nariz, dices que es empalagosa… pero un minuto más tarde, sorbes hasta la última gota. Y, quién sabe, a lo mejor mañana repites.
Epílogo
En resumen, Breakfast in America es un desayuno musical donde conviven el sarcasmo, la ingenuidad, el clarinete dicharachero y el piano con aires de revista. Donde el sueño americano aparece como una caricatura entrañable, pero con una mirada que no puedes descifrar del todo. Tal vez ahí radica su magia: en esos dos minutos y pico se sintetiza el anhelo de un adolescente que cree en promesas doradas, la picardía de un músico que decide no corregir una sola palabra y la risa burlona de quien sabe que, a veces, viajar con la imaginación es mejor que comprar un boleto de avión.
Yo, por mi parte, seguiré escuchándola en bucle cuando necesite recordar que el mundo puede ser absurdo y encantador a la vez. Y si alguna mañana despierto con ganas de enfrentar mis propias contradicciones, estoy seguro de que esa camarera con uniforme naranja estará esperándome para servirme otro vaso de jugo en la mesa principal. Porque Breakfast in America no es solo una canción; es un pasaporte a la fantasía más mordaz, un lugar donde la inocencia y la ironía desayunan juntas, y uno se queda con un sabor tan extraño como inolvidable.